Angkor. Sólo escuchar su nombre y ya se pone la piel de gallina. Pero ¿qué es lo que nos empuja a viajar a lugares tan remotos? Las maravillas con las que soñamos desde niños. Esas que hemos visto mil veces en los libros (sí, cuando no existía internet, los libros eran el vehículo idóneo para dejar volar la imaginación). Cuando iba al instituto, escogí la rama de Letras Puras, lo que no sólo me permitió estudiar latín y griego antiguo (idiomas que no se usan en la actualidad pero que tanto nos sirven a los que amamos escribir) sino también para enamorarme de la historia del arte, una de las asignaturas que más me gustaba. Gracias a ella descubrí los secretos del Partenón, de los templos egipcios, de las iglesias románicas. Y también fue cuando por primera vez en mi vida escuché hablar a mi profesor de los templos de Angkor. Aquel anciano caballero, con su pelo canoso y sus gafas de pasta, cerraba los ojos obnubilado mientras nos narraba lo que Angkor había significado no sólo para Asia sino para el mundo entero. Aquellos templos milenarios, devorados por la vegetación en el corazón de la jungla, representaban la meta máxima de cualquier viajero amante de la arqueología. Me prometí a mí misma que no sabía cómo ni cuándo pero acabaría viéndolos algún día con mis propios ojos. Y por fin lo he cumplido, casi un cuarto de siglo después.

Pese a todo lo que he viajado a Asia (este era ya mi noveno viaje allí), por un motivo u otro siempre acababa retrasando mi visita a Angkor. Hice un primer intento fallido cuando viajé con dos amigas a Vietnam y nuestra intención inicial era incluir Angkor en la ruta. Pero surgió un fortísimo brote de dengue en la zona y para más inri la situación política no era la más apropiada, con grupos de la insurgencia dando quebraderos de cabeza al gobierno de entonces, por lo que decidimos dejarlo para más adelante. La oportunidad ¡por fin! llegaba ahora. Juan me había oído hablar tanto y tan bien de mis anteriores viajes a Tailandia que me convenció para ir allí por cuarta vez y él  así poder desvirgarse con el País de las Sonrisas. Cuando comenzamos a planear el viaje, nuestra amiga Marta se unió a la expedición. Como siempre digo, son los amigos viajeros los que muchas veces nos animan a emprender aventuras y ella había escuchado mil veces de nuestra boca lo enamorados que estábamos de Asia. Como ella misma nos comentaba, quienes mejor que nosotros para ser sus guías.

Preparativos

Empezábamos a planificar la ruta tailandesa y mientras miraba el mapa pensaba «¡qué cerquita está Camboya!» Las condiciones climáticas eran ideales (en Diciembre hace un calor mucho más soportable que en verano) y como los tres éramos poco playeros, pregunté a Marta y a Juan qué les parecía sacrificar las islas de Tailandia para a cambio irnos a Camboya. Yo había estado ya tres veces en las islas y cada vez me las encontraba más llenas de turistas buscando fiesta (a excepción de Railay, que es un oasis perdido en el que disfruté muchísimo precisamente por la poca gente que había), así que daba palmas con las orejas cuando mis compis me dijeron que sí, que preferían ir a tierras camboyanas. ¡Por fin  iba a conocer Angkor!

Como el grueso del viaje se iría a Tailandia, decidimos centrarnos sólo en Angkor y, quien sabe, quizás recorrer el resto de Camboya en un futuro: son tantos los planes asiáticos que tenemos en mente que necesitaríamos diez vidas para materializar todos. Para mí documentarse literariamente hablando antes de ir a cualquier lugar es fundamental. En el pasado había leído varios libros sobre Camboya, uno de los mejores «The lost executioner: A story of the Khmer Rouge» de Nic Dunlop; esta vez añadí otra novela durísima que también os recomiendo, «El infierno de los jemeres rojos» de Denise Affonço. Camboya es un país que ha sufrido muchísimo (más adelante hablaremos de la dictadura jemer) y es bueno aprender de lo que supuso el régimen de terror de mediados de los setenta para comprender sólo un poco mejor (imposible ponerse en su pellejo) cómo la historia ha forjado el carácter de los camboyanos.

Las vacunas recomendables antes de ir a Camboya son las mismas que nos pusimos hace tiempo: hepatitis, tifus y tétanos. Estas suelen tener una duración de diez años por lo que si ya te has vacunado antes como era nuestro caso, vas servido. En la mayor parte del territorio de Camboya existe riesgo de malaria pero no en Siem Reap ni en Angkor, que sería donde estaríamos: sin embargo, sí continúa existiendo el riesgo de dengue, enfermedad igualmente transmitida por los mosquitos. Por ello, el uso de repelente es indispensable, aunque yo os recomiendo que lo compréis en el sudeste asiático porque por propia experiencia os digo que los que venden allí suelen ser más efectivos. A mí no me suelen picar los mosquitos y pese a embadurnarme de repelente (debéis echarlo también en el interior de la ropa) me comieron viva: no he visto unos mosquitos como los camboyanos, te pegan unas picaduras que ni las de los vampiros.

¡Nos vamos a Camboya!

Para ir desde Bangkok a Siem Reap volaríamos con Air Asia, compañía que he usado decenas de veces y que quitando un retraso de cuatro horas hace años en Chiang Mai, siempre me ha parecido una buenísima aerolínea, de hecho ha sido escogida varios años la mejor low cost del mundo. Precios más que competitivos (los vuelos Bangkok-Siem Reap/ Siem Reap-Chiang Mai  nos salieron por unos 150 euros por persona), la posibilidad de escoger menú asiático por poco más de dos euros y un montón de horarios para elegir. Nosotros íbamos sólo con maleta de cabina y aunque admiten sólo ocho kilos, a la vuelta a Tailandia decidimos facturar una porque la traíamos petada de cosas y sólo nos costó al cambio diez euros (no como los cuarenta o cincuenta que te clava Ryanair). La facturación de la maleta la hicimos directamente online. Los vuelos de Air Asia a Camboya salen desde el antiguo aeropuerto  de Don Mueang (el nuevo es Suvarnabhumi): un taxi desde el hostal en Bangkok nos costó 15 euros pero es recomendable que salgáis con tiempo ya que en Bangkok los atascos de tráfico son brutales. Nosotros tuvimos suerte porque volábamos muy temprano, por lo que no había muchos coches, y a las cinco de la mañana ya estábamos camino de Don Mueang.

El vuelo a Siem Reap dura poco más de una hora y es fabuloso asomarse a la ventanilla y divisar desde las alturas lo verdísima y pantanosa que es Camboya. El visado le hicimos al llegar: cuesta treinta dólares y recordad llevar dos fotos de carnet. El aeropuerto, que era minúsculo, y los trajeados militares que se ocupaban del tema del pasaporte ya dejaban claro que Camboya es un país muy diferente a Tailandia. En el propio aeropuerto sacamos dinero. En Camboya la moneda oficial es el riel pero teniendo en cuenta que un euro equivale a cinco mil rieles, es mucho mejor que uséis dólares porque los aceptan en todos los sitios. Verás que muchas veces al pagar te dan los cambios en rieles por lo que es mejor que intentéis dar el precio exacto o los aprovechéis para dejarlos de propina.

Al aeropuerto nos venía a buscar Piseth con su tuk tuk. Piseth era el chófer del hotel donde nos quedaríamos, que incluía un servicio gratuito de recogida en el aeropuerto. Un chaval encantador, se lo pasó bomba con nosotros desde el minuto uno, cuando nada más montarnos salió volando la maleta de Marta y allí aterrizó la pobre, totalmente abollada en mitad de la carretera. Nos moríamos de la risa viendo la bienvenida que habíamos tenido en el país. Por cierto, un calor pegajoso en Camboya de los que dan pavor. Miedo me da pensar cómo puede ser aquello en Agosto. En Camboya la temporada seca es la que va de Noviembre a Abril: os recomiendo que si podéis vengáis en dicha época y así os evitéis sumar la humedad al bochorno.

Nuestro hotel: un cinco estrellas llamado Spring Palace Resort

Cuando nos pusimos a buscar hoteles, vimos que estos eran mucho más baratos en Camboya que en Tailandia (y eso que en Tailandia tienen unos precios bajísimos). Así que dijimos «¡pues a darse un homenaje!» y elegimos un cinco estrellas, el Spring Palace Resort. Teniendo en cuenta que la habitación doble nos costaba por noche sólo 45 euros, era un chollazo. Nos incluía el desayuno buffet (completísimo, muchas mañanas hasta había arroz frito, dumplings o noodles) y el hotel era una pasada de bonito, muy coqueto (sólo dos plantas de altura) y con unas habitaciones preciosas, grandísimas y con un balcón que daba al jardín. Al no estar demasiado saturado de huéspedes, la mayoría de las tardes nos bañábamos solos en la piscina. El restaurante del hotel merecía también mucho la pena: cenamos allí alguna noche y los precios eran más que asequibles para ser un cinco estrellas: unos diez dólares por persona y hacían unos batidos de fruta riquísimos. Al lado del hotel hay un supermercado pequeñito donde puedes comprar las cosas más básicas. El hotel está algo alejado del centro, a unos quince minutos caminando de Pub Street, pero también es gratuito que te lleven en tuk tuk. Como hacía tanto calor y regresábamos todos los días con las camisetas sudadísimas, aprovechamos también que había una lavandería cercana para llevarnos luego a Tailandia la ropa limpia: te cobran por lavártela como un dólar el kilo.

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Nuestro hotel Spring Palace Resort: un acierto a nivel alojamiento

Nada más llegar, nos recibieron con una bebida fresquita de bienvenida y hablamos con Inn, el amabilísimo recepcionista, para cerrar el tema de las excursiones. Angkor se puede visitar de muchas maneras distintas (en taxi, en bicicleta, en tuk tuk…) pero teniendo en cuenta que el área es enorme (hablamos del complejo religioso más grande del mundo, cerca de doscientos kilómetros cuadrados) optamos por el tuk tuk. Además, Piseth nos había caído tan bien que decidimos contratarle directamente a él en vez de regatear con un tuk tuk de la calle (hay muchos problemas con los tuk tuk callejeros ya que algunos son muy informales y como les pagues por adelantado, cuando salgas de alguno de los templos, se han ido y no te han esperado). Piseth, al trabajar para el hotel, nos daba más fiabilidad y además los precios no eran mucho más altos: por día pagamos una media de veinte dólares (veinte dólares entre los tres, aclaro). Como os comento, el área de Angkor es tan inmenso que distribuiríamos los días de dentro a fuera, es decir, haciendo primero el tour más pequeño, luego el más amplio y después el que engloba a los templos más alejados.

La ciudad de Siem Reap

La ciudad de Siem Reap es francamente caótica, con motos y bicicletas circulando en cualquier dirección sin respetar las normas más elementales de tráfico: no te asustes si ves a alguien viniendo en dirección contraria, ya te esquivará de un modo u otro. Como es tan común en muchos lugares del sudeste asiático, es habitual que vayan varios ocupantes en una moto, sin acordarse de lo que significa la palabra casco. En Camboya verás muy pocos coches y cuando lo hagas, comprobarás que son de gama alta: parecen un lujo reservado a las familias más pudientes. Añádele a esta locura de motos y bicicletas que la mayoría de las carreteras están sin asfaltar para que tu viaje por la ciudad se convierta en una auténtica aventura.

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En Asia, lo de ver a cuatro personas sobre una moto (sin casco) es de lo más común…

En Siem Reap la calle más importante es Pub Street, aunque en realidad su nombre oficial es Street 8. Me recordaba un poco a la bulliciosa Khaosan de Bangkok, llena de bares y restaurantes. El ambiente es algo sórdido y muy dirigido al extranjero, para qué engañarnos, pero no hay que olvidar que la economía camboyana tiene mucho que agradecerle a los templos de Angkor, principal motivo de visita de los que llegan al país, y que casi todo el mundo en la ciudad vive del turismo. Pub Street está a rebosar a cualquier hora del día y sobre todo de la noche, ya que a partir de las cinco se cierra al tráfico. Es el mejor lugar para ir a comer o beber una cerveza y aunque los camboyanos creen que los precios son en general elevados para lo que ellos ganan (hay que tener en cuenta que en este área casi el 50% de la población vive en el umbral de la pobreza), para el de fuera son muy, muy baratos: puedes comer por seis o siete dólares por persona. Y de las cervezas ya ni hablamos, una Angkor fresquita (la Angkor es la cerveza nacional por excelencia y la más consumida) cuesta poco más de cincuenta céntimos.

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Pub Street: la calle más concurrida de Siem Reap

En los alrededores de Pub Street se encuentran el Old Market y el Mercado Nocturno. El Old Market, conocido por los locales como Phsar Chas, tiene ese encanto de los mercados locales asiáticos, con puestos que se alinean sin ningún tipo de orden y atiborrados de todo tipo de productos, desde pescado vivo en tanques de agua a telas, souvenirs, relojes, especias (aquí les encanta el prahok, que es una pasta fermentada de pescado), DVDs y Cds pirateados y hasta snacks de insectos, preferiblemente tarántulas y escorpiones, aunque ya os comentamos en el artículo Comer insectos en Camboya: ¡nos atrevimos y nos encantó! que nosotros en vez de probarlos en la calle, preferimos comerlos en el Bugs Cafe.

Un acercamiento a la gastronomía de Camboya

La gastronomía camboyana acaso no sea tan conocida en el resto del mundo como la tailandesa o la hindú, de hecho, nosotros, pese a lo mucho que hemos viajado, jamás nos habíamos topado con un restaurante de comida de Camboya y por eso estábamos deseando probarla. Como os digo, lo bueno es que comer en Camboya resulta tremendamente barato aunque en muchas ocasiones las condiciones higiénicas no sean las más deseables. Pero en dicho sentido estamos ya curados de espanto y tenemos más que comprobado que en muchos lugares de Asia en los chiringuitos más cutres al final es donde mejor se come. Os recomiendo que en Siem Reap os salgáis un poco del meollo de Pub Street para perderos por las calles cercanas y encontraréis restaurantes de comida khmer donde se zampa de fábula y raro es que salgáis a más de seis dólares por persona, con bebida y postre incluido.

Por poner un ejemplo de lo que les gusta a los camboyanos eso de sentarse delante de un buen menú, en uno de los chiringos donde comimos alucinamos cuando nos trajeron la carta: si no había doscientos platos para elegir, no había ninguno ¡era de locos! ¡queríamos probarlos todos! Fue justo aquí donde nos atrevimos con las ranas, que a los camboyanos les encantan. Nosotros en España ya habíamos comido ancas de rana pero nunca ranas enteras. Están sabrosísimas.

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Las ranas en Camboya están consideradas un manjar

La gastronomía camboyana, como tantas otras asiáticas, tira mucho del arroz: casi siempre viene como guarnición. Y también del pescado, gracias a que el larguísimo río Mekong es una buena fuente de abastecimiento. Como os comenté antes, les encantan las pastas fermentadas para aderezar los alimentos, especialmente la prahok (pescado), la kapi (gambas), la teuk chon (ostras) y la teuk sean (soja). Y aunque los platos no son tan picantes como los tailandeses, también tiran mucho de especias, especialmente de pimienta negra, guindilla de Kampot, galangal, lemongrass, jengibre fresco y cardamomo. Yo tan feliz porque adoro las especias.

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Uno de nuestros deliciosos menús camboyanos

Aunque equivocadamente se cree que el plato nacional es el amok, este no es un plato en sí sino una forma de cocinar los alimentos, un curry que se prepara sobre hojas de plátano. Nosotros probamos el de pescado (que es el más popular) y nos pareció un manjar: ¡qué pena que no sabemos cuando volverá a caer en nuestras fauces! Otro de los platos que más nos gustó fue el morning glory: este es un vegetal muy extendido en Camboya y que comúnmente forma parte de la dieta diaria de los locales. Crece por sí solo y con tal asiduidad que generalmente no se cultiva adrede sino que la gente lo recoge allá donde lo va encontrando. Su sabor es parecido al de la espinaca y se suele cocinar como base de sopas o aderezado con diferentes salsas. Otro de los platos que os recomendamos es la ensalada de mango verde, muy parecida a la ensalada tailandesa de papaya pero esta con un sabor mucho más tirando a cítricos y menos picante. Las brochetas de pollo al estilo khmer es otro de los grandes clásicos: jugosísimas, se marinan en una salsa, la kroueng, y están deliciosas. No olvides para los postres (o como bebida de acompañamiento) los batidos de frutas: en un país tropical como este, donde la fruta prácticamente se cae de los árboles y hace tanto calor, son el mejor de los refrigerios.

Cómo son los camboyanos: la vida tras la dictadura jemer

Han pasado más de cuarenta años desde el genocidio camboyano (sí, aunque los judíos insistan en que el suyo ha sido el único genocidio de la historia, ha habido otros mucho más sangrientos y con un mayor número de víctimas, caso del camboyano o el armenio). Y aún así, se siguen percibiendo (y mucho) las malignas huellas que dejó en la sociedad camboyana una de las peores catástrofes humanitarias que ha visto nuestro planeta y ante el que organismos como la ONU se lavaron las manos. Casi tres millones de personas, un tercio de la población, murieron asesinadas por uno de los regímenes más crueles que hayamos conocido. Hoy en día, un 65% de los camboyanos tiene menos de treinta años y es muy difícil que te cruces con un anciano por la calle: si lo haces, comprobarás horrorizado que la mayoría de ellos están lisiados y son muchos los que se mueven sobre un carrito con ruedas al faltarles las piernas. En Camboya más de 44.000 personas sufrieron la amputación de brazos o piernas (o de ambos) ya que las minas no se diseñaron con la intención de matar sino de lisiar: a estas personas el único recurso que les queda es vivir de la mendicidad. Jamás había estado en un país donde no existieran los abuelos.

Los jemeres rojos llegaron al poder justo el año que nací yo, 1975. El país pasó a llamarse Kampuchea Democrática y por delante quedaba una dictadura atroz liderada por Saloth Sar, alias Pol Pot (que poco tenía que envidiarle a Adolf Hitler), cuya principal meta era que la población regresara a la vida en el campo y se dejara atrás cualquier avance, sobre todo a nivel libertades, que hubiera conseguido la sociedad camboyana. Se buscaba escribir un nuevo artículo de la Historia que comenzaría en el Año Cero, a partir del cual lo primordial era hacer desaparecer fábricas y cualquier residuo de industrialización, pues estos eran el equivalente del colonialismo occidental que había invadido Camboya.

Cualquiera era sospechoso de ser un enemigo del partido: un hecho tan intrascendente como usar gafas te convertía de inmediato en intelectual y los jemeres no querían a gente instruida que pudiera rebatir sus leyes sino agricultores analfabetos que dijeran a todo que sí. Los primeros en caer fueron escritores, maestros, monjes, funcionarios y líderes religiosos pero luego ya daba igual la profesión: casi un tercio de la población de un país entero murió a manos de estos fanáticos. Los campos de exterminio no daban abasto para acoger a tantos prisioneros y las prisiones pasaron a convertirse en centros de tortura. Las consignas que se les imponían a los verdugos eran del tipo «más vale asesinar a un inocente por error que dejar con vida a un enemigo». Más de veinte millones de minas antipersona se «sembraron» en el país, principalmente cerca de las fronteras, para evitar el éxodo de camboyanos y la entrada de extranjeros. Muchas de estas minas, más de dos millones, aún no han sido retiradas de los 2.000 kilómetros cuadrados que se teme que aún estén contaminados.

Aunque el gobierno de Pol Pot sólo estuvo cuatro años en el poder, desde 1975 a 1979, fueron más que suficientes para destrozar un país entero. No sólo a nivel humanitario sino también cultural y social. Una mentalidad retrógrada que criminalizó la propiedad privada y que ni siquiera permitía la posesión de comida: las escuálidas raciones eran distribuidas entre la población por la institución correspondiente, el Angkar. Nadie podía tener libros en casa, especialmente si estos estaban escritos en otras lenguas, y se procedió a un sistema impuesto de reeducación, que duraba aproximadamente un año y que era lo más parecido a un lavado de cerebro. Paralelamente, las escuelas dejaron de funcionar (era previsible, sin maestros que trabajaran en ellas), se suprimió el sistema sanitario y los campesinos (es decir, casi todos los ciudadanos) eran obligados a llevar a cabo extenuantes jornadas de trabajo en el campo de catorce horas. Camboya jamás había conocido tanto sufrimiento.

Pese a que la mitad de los camboyanos han nacido después de que se desplomara el gobierno de los jemeres rojos, las secuelas psicológicas de una época tan funesta siguen presentes en el subconsciente de la población. Apenas existe un personal especializado en ningún área y las escuelas se las ven y se las desean para encontrar profesores cualificados. Muchas personas arrastran serios problemas depresivos, lo que les impide desempeñar cualquier trabajo. Muchos jóvenes, aunque no han vivido la dictadura, tienden a heredar de sus padres el pesimismo y la desconfianza. A ello hay que sumar la corrupción, la falta de infraestructuras, la altísima tasa de mortalidad infantil y  que Camboya sea uno de los países más pobres del mundo, pese a que antes de la llegada de los jemeres vivían años de bonanza económica. Hoy en día buena parte de la población depende de las ayudas humanitarias. Verás que son muchos los niños que se te acercan a venderte souvenirs o pedir limosna. Ellos son la imagen de un país al que, desgraciadamente, todavía le queda mucho por recorrer para salir del pozo de miseria en que le hundió un atroz régimen político.

3 comentarios

  1. impresionante !!! me has puesto los dientes largos … dos países que tengo muchas ganas de conocer !! te importa decirme cual fue vuestro itinerario y cuantos días en vuestro ultimo viaje por estos lares ??? Gracias !!!

  2. Hola Silvia! en breve iremos subiendo el resto de artículos del viaje y podrás ir viendo cuántos días estuvimos en cada uno y cómo los distribuimos… La ruta fue Bangkok – Angkor – Chiang Mai – Chiang Rai – Bangkok. Un abrazo!

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