A menudo, cuando nos juntamos a tomar unas birras con amigos a los que también les encanta viajar, la mayoría de las veces acabamos riéndonos a carcajada limpia y comentando que parecemos todos el abuelo Cebolleta cuando sacamos a colación muchas de las historias que nos han ocurrido estando de viaje. Historias rocambolescas que dejarían en bragas al mejor monólogo de El Club de la Comedia. Porque debemos reconocer que en muchas ocasiones la realidad supera la ficción. Y aunque en el momento se te queda cara de poker cuando estás en mitad de situaciones tan estrambóticas, es cierto que cuando las recuerdas a posteriori piensas «¡qué coño!¡que me quiten lo «bailao»! Sin esos miles de anécdotas, nuestros viajes no hubieran sido lo mismo. Y el otro día, barajando temas para futuros artículos, me vino a la cabeza compartirlas con vosotros. Porque fijo que con más de una os sentís identificados.

Hostales: historias del inframundo

Hace unos meses publicábamos el artículo Pros y contras de alojarse en un hostal . Nos gustan los hostales. Mucho. No excluye que nos alojemos en otro tipo de lugares como hoteles o casas particulares pero los hostales, qué duda cabe, tienen un aroma especial. Y las cosas como son, tienes muchas más posibilidades de que dentro de alguno de ellos te ocurra una de esas historias «para contar a los nietos». Porque los personajes que pululan por los hostales son de lo más variopinto. Cuando crees que ya lo has visto todo, te das cuenta de que no, que siempre hay algo que supera a lo anterior.

Voy a comenzar mis historias «hosteleras» por el peor hostal donde he estado jamás: el Hello Vietnam de Hanoi. Debo aclarar antes de nada que lo reservamos pensando que era un hotel: al menos es así como ellos se anunciaban. En Vietnam los precios del alojamiento son tan ridículamente bajos que decidimos tirar por hoteles en vez de por hostales. Este nos salía la noche por apenas 15 euros la habitación doble con baño y desayuno, los precios que veíamos que tenían otros hoteles similares de tres estrellas. Como además se encontraba en el casco viejo de la ciudad, que era donde queríamos quedarnos, dijimos «¡venga!¡p’alante!».

Este viaje le hice con Cristina y Virginia, dos amigas que nunca habían estado en Asia. Como yo, se las prometían muy felices cuando nos vinieron a buscar en coche los del hostal (porque sí, en los 15 euros también se incluía el traslado al aeropuerto ¡no me negaréis que era un chollazo!). En cuanto llegamos a la puerta del hostal, ya nos empezamos a oler por qué el sitio era tan barato. Estaba en un callejón que olía a perros muertos, inundado de viejecillas con su particular top manta: de hecho tuvimos que esquivar a más de una en la entrada. La recepción no prometía mucho por dentro. Pero peor fue cuando comenzamos a subir las escaleras. Colchones apoyados en las ventanas (la teoría de Virginia es que era en prevención de que volvieran los americanos a bombardear el país, había que tomárselo a guasa) y trastos apilados en cualquier esquina. Un par de huéspedes con cara de resaca se asomaron a ver quienes eran las nuevas valientes que llegaban.

maletas

La habitación era para verla. Dos camas que debían haber recogido de algún vertedero, una mesilla llena de desconchones, una silla con la pata rota… y poco más. Por no haber, no había ni cortinas: las ventanas se habían cubierto pegando hojas de periódico encima. El baño era de estilo asiático, sin separación entre ducha, lavabo e inodoro, por lo que cada vez que me duchaba, se inundaba el baño y parte de la habitación. Pero lo mejor de todo era el recepcionista. Nos dijo su nombre en vietnamita, que no recuerdo, pero insistió en que le llamáramos Raúl porque era su jugador favorito del Real Madrid. A mí lo de llamar Raúl a un tipo más amarillo que un  limón se me hacía extrañísimo pero es que no respondía a otro nombre, por más que insistieras.

Este mismo recepcionista era el encargado de hacernos el desayuno. En realidad, debía ser el único empleado porque jamás vimos a las señoras de la limpieza (en cualquier caso, en los cuatro días que estuvimos, nunca nos limpiaron la habitación). Lo curioso del tema es que cuando digo «hacer el desayuno», me refiero a que el hombre sacaba un camping-gas en mitad de la recepción y allí, en cuclillas y a la vista de otros aterrorizados clientes, nos preparaba un par de huevos fritos. El hall de recepción también servía de restaurante, con un par de mesas que se caían a cachos. Y de dormitorio de este pobre hombre, que cuando llegaba la noche, sacaba un colchón, lo colocaba detrás del mostrador y allí se echaba a dormir.

Si creéis que estas casas de los horrores sólo se pueden encontrar en países de Asia o África, estáis muy equivocados. Lo comprobaréis con mis próximos ejemplos. El primero es en Vancouver (Canadá). Otro que se anuncia como hotel, el St. Clair, y que de hotel no tiene nada. En esta ocasión viajaba con una amiga y habíamos llegado a Canadá sin alojamiento reservado, por lo que en el propio aeropuerto, pedimos en un stand de información que nos recomendaran un hotel bueno, bonito, barato y céntrico. Lo único cierto era que sí, era barato (creo que nos salió por unos 50 euros la doble) y estaba bien situado. Pero lo de bueno y bonito…

Cuando entramos a la habitación, vimos que hacía un frío que pelaba (aclaro que viajamos en pleno mes de Diciembre). Coño, como que toqué el radiador y estaba frío. Salí a preguntar al recepcionista si la calefacción se había estropeado y me dijo que no, que el problema era con los radiadores de nuestro cuarto pero que era la única habitación que les quedaba disponible. Al día siguiente nos cambiarían a una triple por el mismo precio para compensar las molestias. Siendo las diez de la noche, nos apetecía poco coger las maletas y ponernos a buscar otro hostal. Decidimos que pasaríamos la noche como pudiéramos. Y no nos quedó más remedio que acostarnos las dos en la misma cama para no morir congeladas, con los abrigos y los gorros puestos. Cada vez que hablábamos, salía una bocanada de vaho. Nos entró un ataque de risa que se nos caían los lagrimones porque desde luego, esa no era la primera noche canadiense que habíamos imaginado antes de volar.

Canada Invierno
Canadá en invierno y sin calefacción: el Apocalípsis

A la mañana siguiente nos cambiaron a la habitación triple. Qué calentitos estaban esos radiadores, me abracé a uno de ellos y decidí que a partir de entonces se convertiría en mi mejor amigo. Tal vez nos habíamos pasado de pejilgueras. Pero no. Porque según asomamos la nariz por la puerta, nos percatamos de quienes eran nuestros compañeros de hostal. Borrachos, drogadictos y trastornados. Estoy preparando un artículo en el que os detallaré esa curiosa situación que vive Vancouver, la ciudad del mundo con mayor concentración de junkies por metro cuadrado. El caso es que todos parecían haberse concentrado allí y nosotras dos éramos las únicas extranjeras. Debo aclarar que los baños eran compartidos. Cada vez que iba a la ducha, me aseguraba de estar sola y echar el pestillo, que ya me veía como la protagonista de «Psicosis».

Como la señal del wifi no llegaba a la habitación, nos tocaba pasar mucho tiempo en el pasillo, por lo que teníamos bastante contacto con nuestros simpáticos compañeros, que venían con unas melopeas que a duras penas lograban subir las escaleras. Nuestro favorito era el que pasamos a llamar «el Keith Richards canadiense». Un abuelete enganchado al crack que con sus setenta y muchos años se paseaba sin pudor ninguno en calzoncillos y con una cinta hippie que le sujetaba la melena. El enigma era por qué llevaba colgado del slip un manojo de llaves. Un día que pasó por delante nuestro, se tiró tal pedo que las llaves se cayeron al suelo. No nos preguntéis por qué aguantamos allí cuatro días más: supongo que para tener historias graciosas que contar a la vuelta.

Si hay un lugar del mundo que se lleva la palma en lo que a hostales costrosos se refiere, este es Londres. Recuerdo una vez que viajamos un fin de semana para ver un concierto de Lynyrd Skynyrd y cuando entré con mi amigo Antonio a la habitación, me quería morir. Esas sábanas no se lavaban desde el Neolítico. Opté por acostarme vestida y por los baños compartidos ni me atreví a pasar: iba al servicio cuando entrábamos a comer a algún restaurante. Me emparanoié tanto con el sitio que en cuanto llegué a casa, me rocié la cabeza con vinagre y me la enrrollé con una toalla blanca, a ver si había pillado piojos. Hubo suerte: mi cabellera estaba sana y salva.

La primera vez que fui a Londres, que debía yo tener 19 añitos, fue con unas amigas. En aquellos tiempos lo de internet era una utopía, así que en una agencia de viajes reservamos un par de apartamentos. No tenían nada que envidiar al peor de los hostales: en aquella moqueta debían vivir familias enteras de Gremlins. El agua del baño tenía un sospechoso color parduzco. Y lo peor fue cuando mi amiga Carmen perdió la llave del candado de la maleta (porque cualquiera dejaba allí dentro las maletas sin asegurar), se emperró en que se la debía haber tragado la aspiradora de la señora de la limpieza (yo no estaba muy de acuerdo con esa teoría porque esa moqueta no debían haberla limpiado nunca) y acabó abriendo la maleta con un cuchillo de cocina que parecía sacado de las pelis de «Viernes 13». La fotografiamos para inmortalizar aquel entrañable momento.

Del hostal de Singapur también os hablamos en nuestro viaje allí. Aviso a viajeros porque los Fragrance también se anuncian como «hoteles» pero en realidad es una franquicia de picaderos: el nuestro estaba en pleno barrio rojo. Echaba para atrás el pestazo a ambientador, supongo que para disimular los malos olores, y la habitación era un cubículo minúsculo donde nos salió alguna cucaracha, la puerta del baño estaba rota y todas las noches se oía gente gritando por los pasillos. Era de las pocas opciones baratas en Singapur pero si alguna vez regreso al país, os aseguro que no me importará gastarme algo más de dinero e ir a un sitio que cumpla las más elementales normas sanitarias.

¿Y qué me decís de los moteles de carretera de Estados Unidos? Dan para escribir un libro ¿verdad? Superan a cualquier cosa que hayas visto en el cine. Con la diferencia de que aquí tu vecino de al lado puede tener una pistola en la mesilla de noche. He estado en moteles fantásticos pero también en otros perdidos en medio de la nada que daban verdadero pavor. En USA sí que os aconsejo que ojeéis las críticas antes de acabar en un motel de mala muerte: la proporción de tarados que te puedes encontrar es asombrosa.

En definitiva: quien no haya conocido un hostal infernal, muy poco ha viajado.

Aviones: historias para no dormir

He cogido tantos aviones en mi vida que cada vez que monto en uno, tengo la sensación de que me encuentro en mi segunda casa. Y he viajado en aviones de todo tipo de categorías, desde los más lujosos, como los de Emirates o Etihad, a aviones minúsculos para hacer un Madrid-Granada. O aviones de hélice, como con el que volé una vez desde Zurich a Goteborg o como uno que tomé una vez en Tailandia con Bangkok Airways, que ese sí que daba miedo. No sé cómo nos atrevimos a montarnos porque según lo vimos, creímos que lo habían sacado del set de rodaje de alguna película de acción de los 80. ¿En serio eso volaba? Han sido los 40 minutos más largos de mi vida. En realidad miento porque los más largos fueron una vez que volábamos a Lisboa y cuando las ruedas del avión iban a tocar el suelo, el avión volvió a subir y se hizo un silencio sepulcral. Nos enfrentábamos a unas rachas de viento tan fuertes que nos tuvieron que desviar a Faro y allí que nos tuvieron tres horas encerrados en el avión, sin darnos ni un vaso de agua. Unos cuantos pasajeros se bajaron y se fueron a Lisboa en coche de alquiler. Los que aguantamos como jabatos, más tarde lográbamos aterrizar.

avion

Curiosamente, una de mis peores experiencias a bordo de un avión ha sido en la que está considerada una de las mejores aerolíneas del mundo, Air France. No me preguntéis por qué pero como éramos los únicos españoles del avión (todos los demás eran franceses), las azafatas sólo nos hablaban en francés. Les explicamos en inglés muy educadamente (los buenos modales siempre por delante) que sólo hablábamos inglés y castellano: se reían y pasaban de nosotros. Estábamos flipando de lo groseras que estaban siendo. Cuando nos sirvieron la comida, con mi mesita plegable extendida, el señor de delante, un ricachón parisino, reclinó su asiento al máximo y me clavó la mesita en el pecho. Le dije, también muy amablemente, si podía echar para adelante el asiento, que aún no había acabado de comer, y me contestó muy airado que tenía derecho a poner el asiento como le diera la gana. Llamé a la azafata y lejos de ayudarme, se puso a hablar con el tipo en francés y a reírse. Me enfadé tanto que tiré la bandeja en mitad del pasillo (y cuando digo tirar, es volando y que llegara quince filas más para atrás). Al momento me di cuenta que se me había ido la pinza y que lo mismo me detenían al bajar del avión pero al final la azafata acabó pidiéndome disculpas.

A algunos lo de bañarse antes de compartir espacio vital con otros seres humanos como que les suena a chino. Una vez me tocó en el asiento de al lado un tipo que no debía ver una ducha desde hacía lo menos dos meses. El olor era tan soporífero que a los dos minutos tuve que levantarme para ir al baño al vomitar. El problema fue que cuando llegué al baño, me di de bruces con una de esas escenas que sólo ves en las películas pero que dudas que ocurran en la realidad. Pues sí, ocurren: en ese baño microscópico estaba una pareja dando rienda suelta a su líbido. Lo de fornicar en los aviones es un fetiche sexual que todavía algunos llevan a la práctica, por muy minúsculo que sea el espacio donde vas a desatar tus instintos más primarios. Que tampoco te ocurra lo de que en un vuelo de Ryanair a un pasajero le dé un  amago de infarto y a la azafata le dé un ataque de nervios. La cara que se te queda es para enmarcarla en medio del salón.

Si los aviones dan de sí, no lo hacen menos los aeropuertos. En una ocasión me tocó compartir una pequeñísima sala de espera con un grupo de 50 albaneses que volaban a Tirana. Habían extendido por el suelo las mantas y allí estaban todos tumbados, que parecía aquello un campamento de refugiados. En un momento dado, dos de ellos, que estaban echándose una partida a las cartas, comenzaron a discutir por el juego y acabaron a hostia limpia. Menos mal que entonces a la gente no le daba por grabar con los teléfonos móviles porque aquel vídeo se hubiera convertido en viral.

¿Qué me decís acerca de dormir en un aeropuerto? Lo he hecho decenas de veces. O porque mi vuelo salía demasiado pronto o porque lo hacía demasiado tarde. Soy experta en juntar dos bancos y convertir la mochila en una almohada. A todo te acabas adaptando.

En cualquier caso, no me preguntéis por qué, debo tener cara de delincuente porque suelen pararme en muchas aduanas y escáneres. En la de Canadá, sin ir más lejos, me tuvieron media hora acribillándome a preguntas, como si iba allí a buscar trabajo o marido. Y en la de Noruega acabé en pelota picada porque el perro de turno decía (o ladraba) que mi chupa olía a canuto. Aunque no llevara encima sustancia ilegal ninguna. Pero qué sería de mis viajes sin estas anecdotillas.

Ojo con los timos

Por mucho que te informes antes de ir a los sitios o vayas con mil ojos, nadie nos salvamos de que alguna vez te la cuelen. Cuando tenía 14 o 15 años, mis padres reservaron con unos amigos suyos, mediante una agencia, un chalet en la playa. Hasta piscina privada se suponía que tenía. Cuando llegamos, aquello era un apartamento minúsculo en un edificio petado de gente. Mi padre, que no se calla ni debajo del agua, llamó a la agencia, les puso finos y le devolvieron el dinero. El problema era que a ver qué hacían dos matrimonios con tres niñas un dos de Agosto en las playas de Alicante, con una ocupación del 100%. Mi madre y su amiga se metieron en una panadería a preguntar cuando se les acercó un individuo de lo más sospechoso ofreciéndoles una ganga en primera línea de playa de Jávea. Y no mentía: un pisazo de cien metros decorado a todo trapo por un precio irrisorio. Allí que nos instalamos, pese a que mis padres y sus amigos se dieron cuenta que el portero del edificio alquilaba el piso a escondidas de sus dueños, que eran unos suecos que sólo venían un par de veces al año. Vamos, que éramos unos okupas en toda regla. Pero nos daba lo mismo: si los suecos aparecían, que le pidieran cuentas al portero.

Timos viajes
Al viajar, cuida tus pertenencias…

Cuba es uno de los países donde la picaresca está más agudizada. La primera vez que fuimos nos la clavaron nada más llegar por la noche. Imagínate, apareces en La Habana a las nueve de la noche con un jetlag del copón y lo único que te apetece es cenar algo rápido y acostarte. En la puerta del hotel, un cubano de lo más simpático nos ofreció ir a un paladar cercano. Ya habíamos oído hablar de los paladares, los restaurantes caseros. Cuando terminamos de cenar, un par de sopas y unos filetes de pollo, nos vino la dueña y nos dijo que 60 euros por las dos cenas. Tuvimos una bronca de campeonato, que si pago, que si no pago, y al final estábamos tan cansados, que pagamos y decidimos que jamás volveríamos a sentarnos a comer en un paladar sin preguntar antes el precio. Conocimos después a un montón de viajeros que les había ocurrido lo mismo. Y no nos volvió a pasar. Con una tuvimos más que suficiente.

En cualquier país en general, jamás cambiéis dinero en la calle. Nosotros no lo hemos hecho nunca pero sí conocemos a gente a la que le han hecho el timo de la estampita. Y pasad totalmente de los que te quieren llevar «a la tienda de su primo», que de esos sí que es difícil librarse. Te atosigan, te agobian, te presionan y no, no voy a ninguna tienda que no me apetezca pisar. Sobre todo teniendo en cuenta que en los viajes cada vez compro menos porque no me apetece luego ir cargada como un caracol. En cualquier caso, ya que hablamos de tiendas, si alguna vez compras algo, verifica lo que te estás llevando, que hay muchas falsificaciones. De Tokio, que se supone que es uno de los lugares más civilizados y honestos del mundo, me traje yo un reproductor de MP3 que me dejó de funcionar a las dos semanas y lo adquirí en una tienda de lo más pintona.

¿Y esto?¿Te suena?

¿Cuántos de vosotros no acabáis hartos de que como viajas mucho, todo el mundo se pasa la vida encargándote cosas? Los primeros años aceptas encantada pero llega ya un punto en que dices STOP. Sobre todo porque la gente tiene un morro que se lo pisa: cada vez te encargan cosas más caras y son pocos los que te adelantan el dinero, aunque luego te lo paguen. Encima tienes que perder un par de tardes yendo de tienda en tienda buscando el encargo en cuestión. Lo peor es cuando vas a Japón , que es muy goloso. Piqué en mi primer viaje y acepté un montón de encargos. Ya no me volvió a pasar en los dos siguientes: el que quiera discos, que los pida por correo y pague los aranceles correspondientes.

Jetlag: el enemigo público number one. Cuando era más jovencita apenas me afectaba. Ahora cuando regreso de un viaje transoceánico, pasan varios días hasta que recupero mi ciclo de sueño normal. Puedo pasar una semana entera despertándome a las tres de la madrugada y teniéndome que ir al curro sin haber pegado ojo. Si alguien conoce un remedio infalible contra el jetlag, se aceptan propuestas: he probado todas.

Los locales se empeñan en que te vistas como ellos. Que no hombre, que no. Que si voy a Japón no me pienso disfrazar de geisha ni en Marruecos me voy a poner una chilaba ni un velo azul en la cabeza a lo Lawrence de Arabia. De hecho, me dan bastante vergüenza ajena esos turistas que llegan a esos puntos. No hagáis el ridículo, por favor.

Hombre Ingles
Haznos caso: no es necesario que te disfraces de nativo.

Llegas a un remoto país lejano y allí, en la lejanía, ves un puesto donde pone «Paella». Te acercas por curiosidad y oh my God. Aquello es un gurruño de arroz gelatinoso al que le han echado maíz y judías verdes. Estás rodeado de locales que suspiran y cierran los ojos mientras dicen «¡mmm, qué rica la comida española!». Esta gente no sabe lo que es un buen salmorejo. Ni tampoco lo sabían los de ese restaurante «español» que pisé una vez en Londres y donde la tortilla de patatas era una tortilla francesa con patatas fritas como guarnición.

Paella
No. esto, definitivamente, no es una paella.

Viajar, qué duda cabe, agudiza el ingenio. Recuerdo hace muchos años en Hamburgo que entramos al metro y no había forma humana de encontrar las máquinas expendedoras de billetes. Ni tampoco había taquillera ninguna. Os juro y perjuro que nuestra intención era pagar. De hecho, no me mola nada la gente que se cuela en el transporte público. Pero por más que preguntábamos, no había manera de saber dónde se adquirían los tickets. Así que lo reconozco: nos colamos. Cuando llevábamos sólo un par de estaciones recorridas, apareció un revisor al que daba miedo verle (un bigardo de dos metros y 120 kilos) y se vino directo a nosotros. Vamos, que máquinas de tickets no había pero cámaras debía de haber por todos lados. Así que como solución de emergencia, nos susurramos en castellano «¿y si nos hacemos pasar por unos-pocas-luces?». La cosa es que se nos fue de las manos porque comenzamos a balbucear en plan «ejjj-que-no-chabemos-mucho-inglé», que estábamos a punto de que otros viajeros nos echaran limosna de la pena que dábamos. El revisor nos miró resignado en plan «joder, son imbéciles pero imbéciles de verdad», nos perdonó la multa y nos hizo bajar y comprar un billete. Le dimos mil veces las gracias y nos moríamos de la risa en cuanto perdimos al pobre hombre de vista. Nuestra actuación había sido de Oscar.

Ponerse malo durante un viaje. ¿A quién no le ha pasado? Y eso que yo parezco tener el estómago a prueba de bombas. En Indonesia, por poner un ejemplo, nos atrevimos a probar el sambal oelek, considerado uno de los platos más picantes del mundo. Pero en realidad mis gastroenteritis han venido por productos en mal estado, no por el picante, y curiosamente las peores provocadas por el mismo alimento: los tacos. Tanto en México como en Cuba me puse que acabé al borde de la deshidratación y desde entonces no he vuelto a probarlos.

Tener más miedo de la policía que de los ladrones. Y es que las cosas como son, hay países donde el nivel de corrupción entre los maderos es el pan nuestro de cada día. Comprendemos que en muchos lugares los sueldos son bajísimos. Pero hacer el Agosto a costa de los extranjeros tampoco es algo muy honesto. Así que como dice la canción: «mucha policía, poca diversión». Cuanto más lejos de estos especímenes, mejor.

No hay un lugar en el mundo donde no sean castellano-parlantes donde pronuncien bien tu nombre. Lo tienes asumido.

La hucha para viajes: el objeto más cuidado de tu hogar. La ilusión que hace cuando ves cómo se va llenando.

Medimos la vida en viajes, no lo podemos evitar. Cuando escuchas a la vecina de arriba contar que se ha gastado 2.000 euros en un sofá, piensas para tus adentros» joder, con eso me compro yo cuatro vuelos de ida y vuelta a América». Yo, la verdad, cada vez soy menos materialista. Hace ya mucho que me dejé de gastar el dinero en cosas superfluas (que no digo que un sofá lo sea pero tener un armario donde ya no puedo meter más ropa, sí) y lo invierto en vivir la vida. Que eso que me llevo.

Ves un mapa en cualquier sitio y ya se te ilumina la bombilla encima de la cabeza. Es superior a tus fuerzas. De niña el mejor regalo que me hicieron mis padres fue un globo terráqueo. Cuando te sientas en el avión y ves en la revista de la aerolínea con las rutas aéreas, se te dispara la imaginación.

Ningún viaje está completo si no echas en la maleta una buena muestra de alimentos locales. Mejor souvenir que ese, ninguno.

Te has acabado convirtiendo en la guía particular de todos tus amigos. Y en la de sus conocidos, que te escriben o llaman diciendo «es que Fulanito me ha comentado que me podrías echar una mano con la planificación de tal ruta». La de lectores que he ganado en el blog simplemente con el boca a boca.

No has acabado un viaje y ya estás planificando los cuatro próximos. Esa es la alegría de vivir, gente. Y que nos quiten lo «bailao».

8 comentarios

  1. Me he sentido identificada con alguna de tus anécdotas: en Londres, en un hotel ubicado en Kensington, edificio estilo inglés anunciado como tres estrellas, nos acostamos luego de viajar 30 horas desde nuestro hogar en Argentina. Me desplomé de sueño hasta que Juan, mi marido, me despertó sacudiéndome: el piso de la habitación estaba cubierto de pequeños habitantes colorados similares a las chinches, que habían salido de sus madrigueras cuando se apagó la luz. Otra vez a vestirse, armar la maleta, salir al frío medio dormida… Nos trasladaron a otro hotel cercano y nos pidieron disculpas; lo bueno del caso fue que Juan se levantara para ir al baño y al encender la luz viera el ejército de bichos. No quise imaginar nunca lo que hubiera pasado si dormíamos allí…
    Un saludo para ti desde Argentina.

  2. El primer viaje con Ryanair fue de los de enmarcar con mi hijo. A la hora de venderte todo lo que podían, mi hijo con 5 años, empezó levantar la mano y llevó lica a la azafata. Luego pensé que fue una buena herramienta la que gastó el peque para pasarselo bien en esta situación tan singular de los vuelos low cost. Otro dia te cuento una pension en Venecia. ..

  3. según iba leyendo, iba afirmando con la cabeza… cuánta razón!! seguro que a más de uno le pasa como a mi, que además de contar la vida en viajes «con 2000€ me voy a…» cuento también el tiempo con la ayuda de los viajes «la cámara tiene 5 años porqué la compré en Japón en 2013» 😛

  4. Bellaespiritu yo tengo fobia a los bichos ¡y eso que en Camboya comí insectos jaja! Pero entiendo perfectamente lo que cuentas, a mi me hubiera dado un patatús! Lo puedo pasar en países tropicales porque te come la vegetación pero en hostales europeos por falta de higiene, como que no. ¡Un abrazo!

  5. Viajarsinbillete: tu hijo hizo muy bien. Tú tienes que aguantarles a ellos con sus tómbolas y sorteos ¿no? Pues a responder con la misma moneda.

  6. Creciendoconmisviajes, yo no sabes la de dinerales que me gastaba antes en ropa y en música. ¿Todo para qué? Para tener un armario en el que aún tengo decenas de prendas sin estrenar con las etiquetas puestas y entre mi marido y yo una colección de casi 5.000 Cds que obviamente no tenemos apenas tiempo de escuchar. Por eso ya llevamos mucho tiempo gastándonos el dinero en viajes, porque ya no nos cabe en casa más parafernalia y porque sinceramente, lo disfrutamos mucho más!

  7. siempre digo que al final de este vida nos vamos como vinimos, con una mano delante y otra detrás. Lo material se queda aquí para el disfrute de otros, lo único que nos llevaremos son las experiencias y lo que hayamos vivido, ¡así que a vivir la vida!


Deja un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.