El tiempo avanza a una velocidad tan vertiginosa que a menudo se nos olvida cómo hacíamos las cosas hace sólo unos pocos años. He de reconocer que, al menos en mi caso, a veces me siento abrumada con lo rápido que se imponen las nuevas tecnologías: cada día nos encontramos con un nuevo invento, a cual más asombroso. La llegada de novedosas aplicaciones y herramientas a la hora de viajar es evidente que nos hace la vida nómada mucho más cómoda. Pero al mismo tiempo, cada vez que aparece una novedad, tendemos a olvidarnos de lo antiguo, desechamos las viejas costumbres, relegándolas al desván de los olvidos.

Confieso que en ese sentido me puede la nostalgia. Porque muchas de dichas costumbres eran maravillosas y otorgaban a los viajes un aroma muy especial, insustituible. A veces comparo el mundo de los viajes con el de la música. Cuando era jovencita, ahorraba parte de mi paga, peseta a peseta (sí, mucha gente no ha conocido las pesetas), para poder comprarme un disco. Recuerdo como si fuera ayer la ilusión con la que llegaba a la tienda, salía con mi disco bajo el brazo y lo ponía en casa una y otra vez mientras me leía las letras de las canciones, los créditos y los agradecimientos. Ahora, sin embargo, cualquier chavalín se baja la discografía de un grupo en cuestión de minutos y desconoce el esfuerzo que suponía entonces añadir un nuevo vinilo a tu colección.

Con los viajes pasa igual: antes, preparar un viaje suponía meses y meses de quebraderos de cabeza, de llamadas telefónicas, de consulta de guías. Ahora, basta con irse a cualquier blog, hacer un copia y pega y ya tienes el viaje preparado. En una época en la que la gente cada vez tiene menos tiempo libre para dedicarlo a estos menesteres, es comodísimo ahorrarte horas de búsquedas; de hecho, la existencia de este blog es por este motivo, para ayudaros. Pero también nos lleva a preguntarnos algo: ¿qué ocurriría si un día, por el motivo que fuera, desapareciera internet? Muchos de nosotros sabemos lo que es viajar a la antigua usanza y no nos costaría retomar los viejos hábitos. Pero ¿cuánta gente no sabe moverse sin mirar el GPS, ignora lo que es leer un mapa o encontrar hoteles sin tener cerca un ordenador?

A menudo me gusta mirar los álbums de fotos de mis viajes, los de papel, y recordar aquellos tiempos que quedan tan lejanos. Esos tiempos en los que la imaginación y el ingenio eran los mejores utensilios que teníamos para preparar una escapada. Y a menudo intento mantener vivas, por mucho que me cueste, algunas de las costumbres que entonces me proporcionaban tantas satisfacciones. Hoy vamos a recordar algunas de ellas porque es el mejor homenaje que podemos brindarles.

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Libros y cine: creadores de sueños viajeros

En primer lugar ¿cómo elegíamos el destino al que íbamos a ir? Por medio de las películas, la televisión  y los libros. La primera vez que vi los Alpes fue en los dibujos de «Heidi», el Empire State en «King Kong», las pirámides y el Partenón en los libros de Historia del colegio, los paisajes de Australia, con sus canguros saltando, en las novelas de Emilio Salgari, la exuberancia de Centro América en «Tras el corazón verde». Eso por no hablar de Julio Verne, que tanto nos hizo soñar con esos mundos lejanos de «Viaje al centro de la tierra» o «Veinte mil leguas de viaje submarino». He tenido la suerte de que, desde muy niña, mis padres siempre me regalaran libros por reyes, cumpleaños y cuando sacaba buenas notas: mientras para muchos un libro suponía un auténtico coñazo, para mí  era el mejor regalo que podía desear.

Viajar a países lejanos sin moverte de tu cuarto era la primera forma que teníamos de viajar. Nos imaginábamos en playas llenas de palmeras, en selvas plagadas de peligros, en los pueblos polvorientos del Oeste americano, paseando por la Gran Muralla China. No necesitábamos internet para saber que ahí fuera existía un mundo lleno de maravillas: recorríamos con el dedo sobre el mapa las carreteras entre las ciudades y suspirábamos ante las fotos del monte Fujiyama, soñando con visitarlo algún día. Eran eso, sueños, y ni por asomo de niña pensaba que muchos de ellos acabaría cumpliéndolos. Esos países nos resultaban tan remotos que parecían inalcanzables. Quién nos iba a decir que alguna vez acabaríamos visitándolos: nos habría dado un síncope de la emoción.

Billetes electrónicos: una utopía

¿Quién se acuerda hoy en día de los billetes de avión de papel? Desaparecieron hace años y hoy son un brumoso recuerdo. Antaño no se nos pasaba por la imaginación eso de buscar nosotros mismos nuestros vuelos e imprimir los billetes en casa o el trabajo, aún menos lo de comparar precios entre distintas aerolíneas. Ibas a la agencia de viajes del barrio y decías «quiero volar a Londres». «Pues son 25.000 pesetas». «Coño, qué caro. ¿No hay otra opción?». «Es lo que hay. Y esto es con Iberia. Si quieres volar con la British, aún sube más.» Y ahí te volvías a casa, con tu billetito metido en un sobre con el logo de la agencia, lo guardabas en un cajón como oro en paño y lo mirabas cada mañana pensando «¡un día menos!»

Algunos, los más «aventureros», se iban a los stands de las aerolíneas en los aeropuertos. La verdad, yo siempre he querido hacer eso de presentarme en Barajas y decir muy ufana «¡quiero el primer vuelo que tenga, me da igual el destino!» Lo cierto es que podría hacerlo. Pero seguro que me pegaría un susto con lo que vale un billete de último minuto y fijo que llevaba en la maleta ropa de verano y me tocaba un vuelo a Moscú. El caso es que antes eso de comprar un billete de avión era lo más emocionante que nos podía suceder en el año.

Todavía recuerdo cuando con 22 años crucé por primera vez el Atlántico: 80.000 pesetas que me costó el vuelo a Argentina. Mi sueldo de entonces ¡lo tuve que pagar a plazos! Ahora compramos billetes por 30 euros, lo hacemos con un par de clicks de un modo casi automático y a veces hasta nos olvidamos que tenemos planeado el viaje: en mi caso, hace años que me veo obligada al uso de una agenda porque en más de una ocasión me han invitado a alguna cena o incluso a otro viaje y ni me acordaba que tenía billetes de avión ya comprados.

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¿Cómo volábamos hace años?

Volar hace décadas era muy diferente. No necesitabas ir tres horas antes al aeropuerto porque los controles no eran tan concienzudos y los aviones estaban llenos de humo porque se permitía fumar, aquello parecía una discoteca en hora punta. Eso de que en los vuelos transoceánicos hubiera pantallas individuales con películas, música y juegos era de películas de ciencia-ficción: anda que no he leído tebeos de Astérix y Mortadelo y me he echado partidas de cartas al Chinchón o el Cinquillo para que el vuelo se hiciera más corto. Y luego estaba la tortura de aterrizar y cargar con un maletón que no tenía ruedas. La de lumbagos que nos han ahorrado las benditas ruedecitas. Por cierto, a mí nunca se me olvidaba meter en la maleta un pequeño despertador: sin teléfonos móviles, esa era la alarma que usábamos antes para salir de la cama.

Contratar un hotel sin ver fotos ni reseñas

Vamos con los hoteles. Eso sí que era una odisea. Como yo nunca he sido de viajes organizados, la verdad es que han sido muy pocas las ocasiones que los he reservado a través de una agencia (y cuando lo hice, me salieron carísimos). Casi siempre hablaba con amigos que hubieran visitado la ciudad donde iba y que me recomendaran alguno. Ahí andábamos, llamando por teléfono para hacer la reserva, sin haber visto una foto de la habitación. Y la mayoría de las veces te tocaba volver a llamar al día siguiente, para darles tiempo a comprobar que las fechas estaban libres (el registro se llevaba en un libro, no en un ordenador).

Tampoco han sido pocas las veces en que hemos ido a los sitios a la aventura, a buscar una pensión según salíamos de la estación de autobuses. Menudas caseras con las que hemos lidiado, hacían buena a la de «El día de la bestia». Me río yo ahora de que haya wifi en la habitación: bastante teníamos con que hubiera calefacción y estuviera limpio el baño compartido.

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Las habitaciones de las pensiones serían el sueño de los amantes de lo vintage pero la realidad es que eran más viejas que el camarero de la Última Cena…

¿Google Maps?¿Mande?

Llegabas a la ciudad en cuestión con tu guía de la Lonely Planet, algún folleto que habías cogido al pasar delante de una agencia de viajes bajo el brazo y un mapa gigantesco que solías estudiar sobre el capó de un coche. Ahora, una de las cosas con las que no logro ponerme de acuerdo con Juan es cuando nos perdemos y no encontramos una calle: él siempre tira de Google Maps. Y a mí, qué queréis que os diga, me sigue encantando eso de preguntar a los locales, quizás porque yo misma disfruto ayudando a un extranjero cuando me pregunta en mi ciudad. La gente sigue siendo de lo más hospitalaria y no sólo te ayudarán a encontrar la calle que buscas, fijo que también te recomendarán algún restaurante donde se coma bien y barato. Antaño yo hasta muchas veces llevaba una brújula en el bolso, sobre todo si iba al campo. ¿Alguien sabe hoy en día para lo que sirve una brújula?

Entrar a un restaurante ¡a la aventura!

Antes de que existiera Tripadvisor, entrabas a lo loco a los restaurantes, a ver qué tocaba. Algo que sigo haciendo casi siempre. Puedo llevar algunos locales apuntados por algún motivo específico, generalmente restaurantes originales y diferentes, pero en general me gusta ir a la aventura. Además, hay un montón de tascas y restaurantes familiares que rara vez aparecen en Tripadvisor y donde se come de maravilla. Los que suelen conocerse por el boca a boca.

Cuando no existían las cámaras digitales...

¿Qué me decís de las fotos de antes? Teníamos esas cámaras que ahora nos parecen obsoletas, las que para girar el carrete debías rodar una ruedecita que sonaba «cri criiii». Comprábamos carretes de 24 o 36 fotos y los cambiábamos sobre la marcha: atención a que el carrete se hubiera acabado por completo o se te velaban todas. Anda que no hacía ilusión regresar del viaje e irse al estudio fotográfico del barrio, en el que ya te conocían, para que te las revelaran: casi siempre te regalaban un álbum.

Muchas veces te llevabas un disgusto cuando veías que muchas fotos habían salido con poca luz, teníamos los ojos rojos o estaban movidas. Pero las guardábamos igual, con todo el cariño, porque eran el único recuerdo material que teníamos de nuestro viaje. Eso sí, los recuerdos que vivían en nuestra mente ya no nos los quitaba nadie. Ahora, con los móviles, todo el mundo tiene fotos instantaneas, les aplican ocho millones de filtros y apenas tienen que ver con la realidad. A mí me gustaban mucho más las fotos de antes, cuando no se podía solucionar lo de que hubieras salido con los ojos cerrados. Pero eran mucho más auténticas, más de verdad.

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Hablando de fotos ¡bienvenidos al fantástico mundo del pintamoneo! En nuestro último viaje por Camboya, alucinábamos. Imaginaos un templo maravilloso, perdido en mitad de la selva, con esas raíces de árboles gigantescas devorando las ruinas. Y ahí que nos encontramos a un grupo de veinte chinos, todos con sus palos de selfies (el peor invento de la Humanidad) y ellas con sus vestidos rojos vaporosos y sus tacones. Sí, con tacones en mitad de la selva. Porque lo que importa no es lo que vayas a visitar sino subir tu foto super fashion a Instagram.

Hace unos meses, Juan y yo estábamos en la playa y presenciamos una escena surrealista. Una pareja a unos metros se tiró dos horas enteras fotografiándose; bueno, más bien él la fotografiaba a ella en todas las poses posibles, ella le regañaba cuando no salía bien y venga, a repetir. Por supuesto, ella iba vestida como si fuera a la fiesta de entrega de los Oscar. De bañarse, tomar el sol o disfrutar del paisaje ni se acordaban: lo importante era encontrar la pose perfecta para acumular likes en Instagram. Lo que nos extrañó fue que no se hicieran una foto saltando, que también está muy de moda. Internet ha servido para muchas cosas buenas pero también para que los niveles de gilipollismo de algunos batan records.

Da mucha lástima ver como para mucha gente el viaje es lo de menos y sí es más importante fotografiar su desayuno o sus pies en la orilla de la playa. A mí misma mucha gente me pregunta por qué nunca subo en Instagram fotos personales. Porque mi cuenta es sólo para los viajes: mi vida privada me la guardo para mí y la gente que quiero. Y cada día estoy más orgullosa de mi decisión. No tenemos la necesidad de contarle al mundo lo que hacemos en cada momento del día, hay una cosa preciosa que se llama intimidad. Llevo mucho tiempo en que las redes sociales las uso basicamente para el blog de viajes, que ya es bastante, el resto de mi vida no tiene cabida en internet.

Lo bonito que era enviar postales

¿Os acordáis de cuando viajábamos por ahí y lo primero que hacíamos cuando llegábamos al sitio era comprar postales para enviárselas a nuestros amigos? Muchas veces estas llegaban un par de semanas después de que hubiéramos regresado y eso que las echábamos al buzón nada más llegar. Ahora la gente sólo compra postales para llevárselas de recuerdo. Preferimos enviar a nuestros amigos las fotos por whatssap.

Antes, nuestros padres sabían de nosotros por alguna llamada telefónica desde alguna cabina: tenías que contarles todo deprisa y corriendo porque hay que ver a la velocidad que tragaba aquello las monedas si llamabas desde el extranjero. Ahora, les llamamos por whatssap desde el otro lado del mundo y nos tiramos hablando gratis una o dos horas. Cuando regresamos, se saben nuestro viaje de memoria. Por un lado, me encantaba eso de salir de viaje y que nadie supiera de mí durante un par de semanas. Aquello sí que era una desconexión absoluta.

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Enviar postales: una costumbre que por desgracia se está perdiendo…

Sabíamos del clima que nos íbamos a encontrar por el hombre del tiempo. No existían miles de libros especializados sobre un determinado país: teníamos las guías y a dios gracias, porque de algunos países no había ni guías editadas. Si llegábamos a un lugar donde nadie hablaba inglés, nos comunicábamos por señas, algo que continúo haciendo porque la mayoría de las veces paso de usar el traductor de voz del teléfono (como os comento, me cuesta desatarme de las viejas costumbres). Hacíamos las rutas sobre la marcha, muchas veces sin saber si encontraríamos un lugar para dormir. Usábamos más que nunca las oficinas de turismo (también lo sigo haciendo). La gente no necesitaba postear continuamente lo que comía en un restaurante.

Si queríamos quedar con algún amigo, quedábamos tal día a tal hora en la puerta del Big Ben: no había forma de llamarle al móvil para avisarle de que llegaríamos diez minutos más tarde. Es decir, todo ese tipo de cosas que volví a experimentar en mi primer viaje a Cuba hace once años, cuando apenas había acceso a internet en la isla. Aquello sí que fue un salto en el tiempo y me encantó esa sensación de libertad, de no estar para nadie, de olvidarme del teléfono móvil y de cualquier contacto con internet. Pero hasta eso ha desaparecido: cuando fuimos a Cuba de nuevo el año pasado, ya todo el mundo andaba pegado a su Iphone. Yo, sin embargo, sólo me conecté una hora durante todo el viaje, quería volver a recuperar esa maravillosa sensación de estar de viaje con mayúsculas. Y creedme, qué bien sienta. Debería obligarme a hacerlo más veces en futuros viajes.

2 comentarios

  1. Jajajaja, me ha encantado el artículo y me he sentido muy identificada. Lo de los tacones en la selva no me extraña nada porque pintamonas de ese tipo acabamos viendo en casi todos los viajes que hacemos y casi siempre molestando al resto del personal o del entorno en sí, que es lo peor. Por cierto, yo sigo yendo con brújula a la montaña por si acaso, será que soy de la vieja escuela.

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