Viajar siempre ha de ser motivo de alegría. Sobre todo teniendo en cuenta que son millones de personas en el mundo las que no pueden hacerlo: bastante tienen con echarse algo a la boca al final del día. Tampoco hay que ser pobre de solemnidad para no poder permitirse viajar, hay gente que no viaja por diferentes motivos: porque el trabajo les absorbe, porque tienen niños pequeños y ven complicado viajar con ellos, porque les dan pánico los aviones, porque les aterroriza lo que pueda haber más allá de su zona de confort… O simplemente porque no les gusta. Por poner un ejemplo, una de mis abuelas vio por primera vez la playa cuando tenía más de cuarenta años. Y, sin embargo, ahora una de sus nietas ha viajado por medio mundo y la otra está viviendo en la India. Con esta introducción quiero incidir en que debemos sentirnos unos privilegiados por poder (y querer) viajar. Debemos ver los viajes como una recompensa, como un premio que nos merecemos tras tantos días de trabajo y, sobre todo, como una fuga de la rutina diaria. Pero también, y aún más importante, como un aprendizaje que nos va a regalar un montón de experiencias maravillosas que ya nadie podrá arrebatar de nuestra memoria. La ilusión por un próximo viaje comienza a nacer muchos meses antes de que éste se produzca, cuando comenzamos a hacer planes, a comprar guías, a leer relatos de otras personas que han estado allí antes. Tendemos entonces a idealizar el viaje, a creer que todo será perfecto, que nada puede salir mal. Pero a veces nos equivocamos. Nadie está a salvo de imprevistos, de situaciones adversas, de problemas inesperados. Y quien lo esté, que tire la primera piedra y de paso me revele su secreto. Todos hemos pasado en los viajes algún mal momento y no hay por qué avergonzarse de ello. Lo que hemos de hacer es aprender de las situaciones, analizar qué hemos hecho mal y ver cómo nos hemos enfrentado a dichos trances porque muchas veces, en caliente, las cosas se exageran y parecen más de lo que son.

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Ataques de pánico: no se los desees ni a tu peor enemigo

De los ataques de pánico, por desgracia, no estamos libres nadie. También es cierto que muy mal ha de pintar el asunto para que los sufras. En mi caso, después de casi treinta años de viajes, por fortuna sólo he tenido uno. Fue en mi primer viaje a Tailandia. Cogimos un barco que nos llevaría de las islas Phi Phi a Phuket y cuando llegamos al puerto, nos dimos cuenta que aquello no sólo iba al límite de su capacidad sino que lo sobrepasaba con creces. Hasta el punto de que, al rato de zarpar, nos pararon en alta mar, se puso otro barco a nuestra altura y pidieron a decenas de pasajeros que pasaran sobre unos tablones al otro barco porque con tanta gente no íbamos a llegar a tierra. Imaginad nuestra cara de incredulidad: ¿qué tipo de sentido de la responsabilidad tenían los tripulantes cuando conociendo el aforo permitido lo rebasaban como si tal cosa? Pensamos que una vez equilibrado el pasaje se acabarían los problemas. Nuestro gozo en un pozo. El ferry comenzó a navegar a una velocidad muy superior a la deseable, escorándose continuamente, entrando cascadas de agua desde la planta de arriba (íbamos literalmente empapados), las mochilas, que iban sin ningún tipo de sujeción, cayéndose encima de los pasajeros, los niños llorando abrazados a las piernas de sus madres. La gente comenzó a emparanoiarse tanto que empezó a ponerse los chalecos salvavidas. Y a mí se me juntó que tengo auténtico pánico al mar abierto, es una de mis pocas fobias.

Hay que ver lo rápido que funciona el cerebro cuando estás aterrorizado: nos veía a todos en mitad del mar rollo el naufragio del Titanic, rodeados de tiburones. Jamás en mi vida había sufrido un ataque de pánico y lo «disfruté» por primera vez en mis propias carnes: todo lo que te hayan contado es poco. Bajada de tensión, sudores fríos, pulsaciones a mil por hora, temiendo que te va a dar un infarto (tampoco es exagerado, hay gente que los sufre), una opresión horrible en el pecho, visión borrosa y lo que es peor, entrar en estado de shock. Te quedas paralizada, no escuchas ni ves ni atiendes a estímulos, y es entonces cuando llega la hiperventilación. Se respira más deprisa y en bocanadas cortas, por lo que la sensación es de ahogo y sabes que lo próximo será el desmayo. Fallo mío, en una situación así no sabía qué hacer ni cómo reaccionar para combatirla pero tuve la suerte de que mi novio de entonces, con el que estaba viajando, sí lo supiera: bolsa de plástico al canto y a respirar aspirando dentro de ella para que entrara el aire justo. Fueron los peores momentos de toda mi vida. Cuando llegamos al puerto, los pasajeros querían linchar a los tripulantes, que salieron huyendo. Y no, no habíamos exagerado nada: sólo unos meses después vimos en televisión la noticia de un naufragio en Tailandia, en ese mismo trayecto y con esa misma compañía. ¿El motivo? Bingo, habéis acertado: sobrecarga.

Esta no ha sido la única situación en la que lo he pasado mal estando de viaje. Precisamente también en Tailandia viví otra de esas anécdotas que te ríes mucho cuando luego las cuentas a los amigos pero las pasas canutas cuando las estás viviendo. Sola, me fui a una playa escondida y cuando intenté atajar por la selva para regresar antes a mi bungalow, me di cuenta que se me echaba la noche encima. Y yo en bikini, pantalón corto y chanclas, con una botellita de agua y un móvil sin cobertura. Frank de la Jungla se habría sentido en su salsa pero cuando me vi allí casi a oscuras, con el sonido de un montón de animales, y me tocó bajar por un precipicio agarrada a una cuerda, en plan escalada, y acabé con las piernas llenas de cortes y magulladuras, me cagaba en la bendita hora en que había decidido irme a explorar.

En el viaje a California nos sorprendió de noche en mitad de la carretera un banco de niebla tan intensa que no veíamos ni los coches de delante ni los de detrás ni las señales de la carretera: ni siquiera estábamos seguros de ir conduciendo por el arcén. Yo sacando la cabeza por la ventanilla para ver si lograba ver algo y no había manera. Menudo rato. En un vuelo a Irlanda tuvimos un amago de infarto de un pasajero y la azafata, literalmente, se puso histérica (menuda ayuda), yendo a Lisboa no pudimos aterrizar, estando ya a diez metros del suelo, del temporal que había (no hablaba ni el Tato, qué momento) y nos tuvieron que desviar a otro aeropuerto, me he visto paralizada en las calles de Vietnam rodeada de motos suicidas, con bajadas de tensión por una insolación en el Chinatown de Bangkok, en un pueblo de Mississippi a mitad de la noche se nos cruzó un coche en mitad de la calzada y resultó que era sólo un viejo músico de blues que nos quería vender un Cd, cuando ya pensábamos que nos iban a sacar los higadillos… En fin, han sido muchas las situaciones complicadas pero quitando la del casi-naufragio y quizás debido a aquella mala experiencia, aprendes, dentro de lo posible, a conservar la calma. A veces no es fácil pero no queda otra si uno quiere disfrutar del viaje. Y demos a las cosas la importancia merecida, que también he visto a tías llorar histéricas en el aeropuerto porque les habían extraviado las maletas: en ese momento te dan ganas de darlas dos bofetadas aunque no fuera lo políticamente correcto. Que también hay gente que se ahoga en un vaso de agua.

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Ante un ataque de pánico, el mejor remedio es imaginarte en un lugar donde seas feliz

Un ataque de pánico no es el fin del mundo: aprende a dominarlos tú a ellos y no al contrario

Como comento, este tipo de situaciones indeseadas se nos pueden presentar a cualquiera. Los consejos que os voy a dar son en base a mi experiencia como viajera: ni soy psicóloga ni lo pretendo, que en los últimos tiempos hay que ver la de advenedizos que hay en internet a los que les da por soltar alegremente consejos de salud o psiquiatría sin tener ni idea de lo que hablan, poniendo en riesgo la salud psíquica y mental de mucha gente. Si habitualmente sufres problemas de ansiedad, acude a un profesional, que es el que podrá ayudarte en condiciones. Aquí unicamente hablo de mi experiencia y de cómo considero que se puede salir medianamente airoso cuando te ocurra algo así si te coge en mitad de un viaje.

Mi primera recomendación antes de viajar a cualquier sitio es que te informes muy, muy bien de dónde vas y las situaciones complicadas a las que podrías enfrentarte. Conozco a gente que ha ido a la India, prometiéndoselas muy felices e imaginando un mundo idílico con maharajas y palacios en mitad de lagos con nenúfares, y casi les da un soponcio cuando se han visto en estaciones de tren infestadas de ratas, rodeados de decenas de niños pidiendo limosna y teniendo que lidiar con estafadores. Ojo que esto no es una crítica a la India sino un recordatorio de que todos los países tienen su cara alegre y su cara oscura: especialmente cuando viajas desde Europa a países subdesarrollados, puedes encontrarte con muchas cosas que aquí no estamos acostumbrados a ver y allí nos cuesta digerir. Este choque de culturas conlleva un encanto asociado que puede hacer al país irresistible o hacerte pasar un mal trago dependiendo de tus escrúpulos y tu sangre fría, que cada persona es un mundo. Lo que está claro es que si llegas a un país en el que la pobreza, la cantidad de gente que hay por la calle o la suciedad te superan, has de pensar que las personas que viven allí conviven con estos inconvenientes a diario y ahí siguen, aguantando como campeones. Viajar es también aprender a ponerse en el pellejo de los demás. Y tú al final del día regresas a tu hotel, con tu cama mullida y tu agua calentita, pero hay muchos que viven durmiendo en la calle, tirados sobre un cartón. No minimices su situación ni el mundo en el que les ha tocado vivir.

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No todos los viajeros logran acostumbrarse al frenético ritmo de la India

Si viajas acompañado, es bueno tener a alguien al lado con más sangre fría que tú. O al contrario, quizás te sorprendas a ti mismo intentando calmar a una persona, cómo me ha pasado a mí muchas veces, sobre todo cuando he ido a Marruecos. Que reconozco que es un país que puede agobiar un poco cuando se visita por primera vez y, sin embargo, al que yo estoy acostumbradísima y me meto por las medinas como Pedro por su casa. Viajar quita muchos miedos injustificados, lo tengo más que comprobado. Y basta que algo te de pavor para que tengas más motivos para hacerlo y te des cuenta que muchas veces no es para tanto. Tengo amigas que tenían pánico a ir a la India y han dicho «por mis huevos voy y encima sola». Y han vuelto encantadas. Eso ya va en el talante de cada uno. Pero es cierto que cuando viajes con alguien te vas a sentir arropado en cualquier situación complicada. Y no está de más llevar apuntadas las direcciones de los hospitales cercanos: en una situación de emergencia, te tranquilizará saber que hay un sitio cerca donde te pueden ayudar profesionales.

Cuando uno sufre un ataque de pánico, ha de tener algo claro: este no es eterno y se acaba pasando. Eso es un punto a tu favor. Lo primero que hay que hacer (y lo más importante) es intentar controlar la respiración, haciendo inspiraciones largas e intensas: controla tu respiración, que no sea al contrario. Es bueno tener asociada una imagen en el cerebro que nos transmita tranquilidad (en mi caso suelo recurrir a verme a mí misma sentada en la orilla de un lago de aguas cristalinas) y pensar en ella cuando veamos que estamos a punto de explotar. Acordarnos de los buenos momentos en mitad de una crisis suele ser un buen remedio. Si sientes dolor físico, siéntate en un lugar donde no haya bullicio y concéntrate en algo que te relaje ¿has pensado llevar en el móvil un álbum con fotografías de momentos agradables que has pasado con amigos? Concéntrate en tu cara de felicidad en esas fotos. Así quieres volver a estar. Eso sí: no intentes luchar a la desesperada contra los síntomas porque si no ellos acabarán ganando. Es mejor dejarse llevar como el agua de un río que va fluyendo, relajarse y pensar que regresar a la normalidad es sólo cuestión de minutos.

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Caminar descalzo por la playa: la circulación de tus piernas lo agradecerá y tu mente mucho más

Piensa también que la mayoría de las veces los ataques de pánico no vienen provocados por la situación en sí sino por la ansiedad que puedes llevar acumulada en tu vida diaria (discusiones con tu jefe, problemas económicos, exámenes que no sabes si vas a aprobar) y que, de repente, saltan como un resorte cuando menos te lo esperas. A eso le sumas los nervios previos al viaje, los preparativos, dejar la casa en condiciones cuando te vayas, que no hayas olvidado meter algo en la maleta, preocuparse por si nos hará buen tiempo, esperar que los hoteles estén bien… a veces nos sobrecargamos innecesariamente. Súmale a ello la gente que tiene miedo a volar: no es buena idea meterse un atracón de la serie «Perdidos» antes de salir pero sí pensar que tienes más posibilidades de que te toque un cerro de millones a la lotería que tener un accidente de aviación. Y mucho menos centrarse en las historias de terror que cuentan muchos viajeros, que vuelven hablando de la araña gigantesca que se encontraron bajo la almohada o la inundación que les cogió en un rincón perdido de Nicaragua: a ti no te tiene por qué ocurrir lo mismo ¿por qué no piensas mejor en todos esos amigos que han regresado tan felices de las vacaciones? Y nada de centrarse en la cantidad de curro que te espera en la oficina ni en la visita al dentista ni en todos esos coñazos que te esperan cuando vuelvas: si uno se va de viaje, es para desconectar y vivir el momento.

Nada de estrés antes de viajar

Antes de viajar, es bueno que te planifiques con tiempo y no dejes todas las tareas para última hora: aunque a veces viajo con sólo una maleta de mano, a menudo comienzo a prepararla un par de días antes. Así estoy segura de que me doy a mí misma margen de tiempo suficiente para no olvidar nada y no estar con las prisas de última hora. En el propio viaje tómatelo con calma. He pasado por situaciones en las que he viajado con gente que me llevaba corriendo a todos los sitios y me he negado en redondo a seguir su ritmo: si me da la gana a media mañana de pararme a tomar un té en una cafetería porque me duelen los pies de tanto andar, lo hago y al que no le guste que siga su frenética aventura de ver todo deprisa y corriendo. Los monumentos no se van a ir volando porque llegues media hora después. Y un viaje es para disfrutar, no para ir con la sensación de que te va a dar un jamacuco por ir con la lengua fuera a todos sitios. Si tienes que tomarte un día libre a mitad del viaje, simplemente para no hacer nada, te lo tomas sin ningún remordimiento de conciencia: es tu vida, es tu viaje y es tu salud.

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Cargar con poco equipaje nos evitará estrés y, de paso, dolores de espalda

Recuérdate a ti mismo, durante un ataque de pánico, los motivos que te llevaron a viajar, la ilusión que tenías antes de partir y el recuerdo grato que quieres guardar de estas vacaciones. A no ser que sea una situación extrema como la que os comentaba del naufragio en Tailandia, ten por seguro que no te vas a morir, simplemente estás en un momento en que tu cerebro ha hecho ¡catacrack! porque se ha visto superado por las sensaciones pero no te han secuestrado unos terroristas ni se te viene encima un tsunami.

Cómo encarar el primer día en un nuevo país

Si has viajado a un país que sabes que te puede resultar chocante a nivel social, es buena idea que te vayas aclimatando poco a poco nada más aterrizar. Cuando llegues al aeropuerto, coge un taxi en vez de meterte directamente en un autobús que esté hasta los topes de gente y dedica las primeras horas a deambular con tranquilidad por los alrededores del hotel. Vendrás con jetlag, probablemente haga mucho calor, no estarás acostumbrado a los olores, los ruidos y el ritmo de la ciudad: date tiempo. Si sigues una rutina, dentro de lo posible, como no comer a deshoras o acostarte temprano y no pillarte la borrachera del siglo (que hay viajeros que también lo hacen) te levantarás más descansado, con energía acumulada y con más seguridad en ti mismo. En vez de comenzar el día con una bebida excitante como el café, prueba con los zumos de frutas. Y sobre todo, come bien: muchos mareos vienen provocados por no tener nada en el estómago o haber comido frugalmente y de mala manera. Llevar alguna pieza de fruta o unos snacks ligeros en el bolso nunca sobra.

Deja los miedos en casa. Es algo que siempre, siempre, siempre recomiendo. No puedes viajar pensando que vas a tener un accidente, que vas a perder un vuelo, que te va a picar una serpiente o que te va sentar mal la comida. Si realizas un cómputo de los viajes que has hecho, verás que siempre prevalecen las sensaciones positivas. Acobardarse por algo que aún no ha ocurrido es tontería y sufres en balde sin obtener nada bueno a cambio. Despreocúpate del dinero y si ves que por ahorrar cuatro duros estás durmiendo en lugares insalubres o viajando en tartanas, cambia el chip: no merece la pena alimentar tu ansiedad por tener cien euros más en el bolsillo. Intenta viajar en temporada baja, cuando hay menos turismo y los monumentos no soportan largas colas de espera: Agosto, Navidades o Semana Santa mejor descartarlos. Si el viaje es largo aprovecha las horas de vuelo para leer algún libro que te ponga de buen humor (a mi me encanta dejar un poco de lado los libros «serios» y ponerme con novelas ligeras de Sophie Kinsella o Marian Keyes), escucha chill out (que relaja que da gusto, sobre todo el de música oriental o de jazz) y ponte alguna película divertida, nada de guerra o dramones: hay que aterrizar con el mejor ánimo posible. Durante el viaje, cuando regreses al hotel, relájate escribiendo sobre tus impresiones, lo que has visto ese día, qué es lo que más te ha gustado, lo que has comido… escribir relaja muchísimo (que me lo digan a mí con este blog). Y sobre todo, ten muy, muy presente que vives un momento único, que miles de personas se cambiarían por ti en ese momento, que te encuentras en uno de los lugares más fascinantes del mundo y que tú mismo has de ser tu mejor amigo y no un rival: quererse mucho es la mejor cura contra cualquier tipo de ansiedad.

4 comentarios

  1. Viajar te curte y te ayuda a superar miedos y temores… aunque también te expone y puede dejar a la vista tu lado más vulnerable. Nosotros hemos tenido algunas situaciones estresantes -un intento de atraco en París- y situaciones de llevarte al límite y casi una crisis de ansiedad -viví uno de los peores momentos de mi vida bajando al cráter del Ijen en Indonesia y temí verdaderamente por nuestra integridad física-. Así que creo que todo aquél que lleve unos pocos viajes a la espalda y diga que siempre es todo perfecto, miente como un bellaco.

    Muy buen post, eres muy valiente por contarnos tus experiencias desagradables!! Que se note que no todo es de color de rosa y recordar a todo el mundo que hay que ir bien informado de lo que puedes encontrar en destino. A nosotros una página que nos gusta mucho por su veracidad es la del «ministerio de exteriores» de EEUU.

  2. Muchas gracias! Creo que en los viajes hay que contar la realidad y esto también incluye las malas experiencias, hay que aprender de ellas!

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