Libro Hijos del Nilo Xavier Aldekoa

Libro Hijos del Nilo Xavier Aldekoa

Cuando uno piensa en el género «literatura de viajes», da la impresión de que ante nosotros tenemos únicamente libros con relatos plagados de playas paradisíacas, palmeras y bungalows de madera  Pero, desgraciadamente, vivimos en un mundo en el que para millones de personas sobrevivir al día a día, amenazados por hambrunas, guerras, intolerancia, dictaduras y violencia, es toda una odisea. Son esos países que el viajero medio suele tachar de su agenda de futuros destinos, pese a que estos conserven tesoros históricos que bien merecen una visita, debido precisamente a la situación de inseguridad política y social en el que se encuentran. Pero la realidad de estos lugares que a veces no nos quedan tan lejos de casa, países de los que mucha gente ignora datos tan básicos como cuál es su capital o el nombre del presidente o primer ministro, está ahí, ahogando a sus habitantes e ignorada por tantos medios de comunicación que prefieren dedicar sus espacios a noticias amarillistas que no nos incomoden. Cuántas veces hemos escuchado eso de «es que ya les vale a los telediarios poniéndote imágenes de niños africanos muertos de hambre, te fastidian la comida». Así de insolidario es el ser humano. Preferimos no oír, no ver, no saber, para no enfrentarnos a esas situaciones que demuestran que somos unos privilegiados frente a millones de personas que han tenido la mala suerte de haber nacido en el lugar equivocado y poco o nada pueden hacer por cambiar su futuro. Por eso es bueno que existan periodistas como Xavier Aldekoa, que nos enseñen que viajar no es siempre sinónimo de un crucero con gin tonics o tirarse a la bartola bajo un cocotero. Viajar también es darse de bruces con ese mundo miserable en el que han convertido muchos países políticos corruptos, empresas petrolíferas, guerrilleros sin escrúpulos y organizaciones de naciones unidas que miran hacia otro lado cuando les hablan de conflictos, genocidios y matanzas indiscriminadas.

Xavier Aldekoa es uno de esos periodistas valientes, casi temerarios, que debiera convertirse ipso facto en un ejemplo a seguir por muchos de sus compañeros de profesión. Ha cubierto decenas de conflictos y guerras fratricidas en África, territorio en el que se mueve como pez en el agua desde que tenía veinte años, intentando dar voz a los que no la tienen. Fruto de esas vivencias que le dejan a uno marcado de por vida nació en 2014 su anterior libro, «Océano África». Y ahora nos llega su secuela, «Hijos del Nilo», donde con el río más largo del mundo como excusa, Xavier irá recorriendo países como Uganda, Sudán del Sur y del Norte, Etiopía o Egipto, mostrándonos las penurias de unos pueblos que aman a su tierra sobre todas las cosas pero que en muchos casos se ven obligados a huir (los que pueden hacerlo) ante las tiranías gubernamentales que les asfixian. «Hijos del Nilo» no es un libro fácil de leer, tiene momentos realmente durísimos y cumple su principal objetivo, el de remover conciencias. Por dicho motivo es doblemente recomendable.

Documentarse in situ, en el ojo del huracán, siguiendo el caudal de esta serpiente acuática de casi 6.700 kilómetros de longitud no es tarea fácil, aún menos si tienes en cuenta que en muchas ocasiones has de esconder que eres periodista y te haces pasar por un simple turista para evitarte problemas con unas autoridades a las que les gusta poco que los trapos sucios se aireen fuera de casa. Además, hay que tener en cuenta que debido a los problemas bélicos en ciertas zonas, hay fronteras cerradas, como la que comparten Sudán y Uganda. No, este no va a ser un viaje fácil.

La mejor forma de iniciar este viaje es por el principio: las fuentes del Nilo Blanco (también existe un Nilo Azul) en Jinja (Uganda), una pequeña ciudad cercana a la capital, Kampala, en la que destaca la comunidad india que hace años viajó a África para trabajar en la construcción de las líneas de ferrocarril y que decidió quedarse para probar suerte con sus propios negocios. Las fuentes del Nilo, que se convirtieron en una obsesión para los exploradores blancos como en América lo era El Dorado (aún no descubierta), son hoy un atrayente enclave turístico que ofrece agradables paseos en barca por el lago Victoria. Tres meses tardan las aguas del Nilo en llegar desde su nacimiento aquí hasta la desembocadura en el Mediterráneo.

Moverse en África es más complicado que en otros muchos países del mundo, donde disfrutamos de un transporte público fiable y puntual. Los africanos, como muchos asiáticos y sudamericanos, viajan por su territorio como buenamente pueden y Aldekoa y su acompañante, un congoleño, han de armarse de paciencia, no queda otra, cuando logran meterse en una furgoneta que les lleve, también en Uganda, al lago Kyoga. Este lago cubierto por miles de nenúfares ve sus aguas surcadas por precarios barcos llenos hasta los topes de personas y enseres: los naufragios no son algo esporádico. Los pescadores intentan vivir de la perca y recuerdan esos sangrientos tiempos pretéritos en los que, tras la independencia del imperio británico, surgió esa siniestra figura, la de Idi Amin, que con el apoyo del primer ministro de entonces, Milton Obote (otro corrupto de tomo y lomo), consiguió que sus crímenes y torturas fueran silenciadas. Se lo agradeció a Obote dando un golpe de estado en 1971 para aferrarse al poder, rodearse de lujos estrafalarios y llevar a la práctica matanzas indiscriminadas que, una vez más, quedaron impunes. Como tantísimas en África.

De Kyoga a Pakwach en rudimentarias motocicletas. Y primer encuentro funesto con la policía ugandesa, siempre alerta ante una posible bonificación monetaria que sacar a algún extranjero. Los sobornos son el pan nuestro de cada día en muchos países. Y más en Uganda, que ha sufrido durante años a ladrones sin escrúpulos como gobernantes. Y lo de robar casi era lo de menos: durante sus ocho años de mandato, Amin dejó tras de sí medio millón de asesinados. Amin no fue el único cáncer ugandés: el LRA (Ejército de Liberación del Señor), que irónicamente buscaba imponer un Estado basado en los diez mandamientos de la Biblia, secuestró y adiestró durante años a miles de niños que cambiaron sus juguetes por un fusil o un machete. Niños-soldado que perdieron su infancia y debieron convertirse de la noche a la mañana en matarifes que ni siquiera sabían por qué causa luchaban.

Sudán del Sur es otro de esos países vapuleado por dos guerras, esas que tan poco importan a los periódicos europeos, pero que en el caso que nos ocupa han estado activas durante cuarenta largos años. Miles de sudaneses regresaron al país cuando acabó la primera, esperanzados con la construcción de un país mejor: su alegría apenas duró un par de años. El norte despedazaba al sur y el sur despedazaba al norte: campos de refugiados donde cientos de mujeres son violadas mientras los soldados de las fuerzas internacionales se hacen los locos, niños que vagan por las calles esnifando pegamento, hospitales sin electricidad ni personal, compañías armamentísticas extranjeras que se lucran a base de que se maten miles de pobres analfabetos que no importan a nadie. En el pantanal del Sudd, sus habitantes se refugian en las pequeñas islas intentando huir de las masacres: desde allí nos llegarán algunos de los testimonios más estremecedores de este libro.

Etiopía también ha vivido recientemente tiempos convulsos. Las protestas ciudadanas, continuas y reprimidas con fiereza por el gobierno, eran habituales, la protesta de un pueblo harto de la censura y el miedo. Moverse por el país, entre manifestaciones y cortes de carreteras, va a ser otro de los inconvenientes a sortear, por no hablar de los hoteles cochambrosos.  Y ya ni hablamos de Eritrea, una de las regiones que más quebraderos de cabeza da al gobierno. Aldekoa se encuentra en un país que es una bomba de relojería y que ha perdido miles de turistas que constitutían una base importante de su sustento. Algo similar a lo que ha ocurrido en Sudán del Norte, que pese a contar con cientos de pirámides y el apabullante patrimonio histórico que dejó la antigua Nubia, ve como son muy pocos los que quieren viajar allí (os remito a otro post que incluimos hace tiempo sobre el libro «El cuerno del elefante» de Paco Nadal sobre la situación del país).

Pero si hablamos de lo que la falta de turismo puede desangrar a una nación, entonces debemos irnos a la última etapa del viaje: Egipto. Un país en el que uno de cada ocho trabajos depende directa y exclusivamente del turismo y que ha visto como de los catorce millones de visitas anuales se bajaba a tres millones: ahora los que viajan a Egipto son principalmente chinos. El templo de Abu Simbel, una de las grandes obras arquitectónicas del mundo antiguo, se encuentra casi desierto; en recintos arqueológicos como los de Luxor, los vendedores de souvenirs corren tras los escasos visitantes intentando deshacerse de su mercancía. Los egipcios se mueren de hambre e impotencia: han de dar las gracias de su situación al extremismo islámico y los yihaidistas, responsables de matanzas como la de 1996 (62 muertos, la mayor parte de ellos turistas suizos) o de la bomba en un avión lleno de turistas rusos, así como los atentados recientes en las zonas de playa. Unido ello a la inestabilidad política, las luchas atroces entre el gobierno y los Hermanos Musulmanes y las protestas multitudinarias en El Cairo. ¿El resultado? Que el país que durante 20.000 años gozó de la civilización más poderosa de la Historia de la Humanidad languidezca ahora viviendo de limosnas. Sí, así de injusto es este mundo en el que les ha tocado nacer.

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