Nos encanta viajar al extranjero, descubrir culturas tan diferentes a la nuestra, dejarnos llevar hacia costumbres que nos son tan ajenas. Pero acaso el haber recorrido tantísimos países nos hace valorar cada vez más lo muchísimo que nos gusta España y sentirnos unos privilegiados por contar en nuestro país con regiones tan alejadas unas de otras (más a nivel cultural geográfico). Por ese motivo, aunque en muchas ocasiones, cuando contamos con un puñado de días libres, nos podamos permitir hacernos escapadas al extranjero, intentamos reservar parte de nuestras vacaciones para seguir recorriendo nuestro país, que tantísimos tesoros naturales y artísticos guarda. Aún así, vivimos continuamente con la sensación de sufrir una falta de tiempo para visitar todos los sitios que nos gustaría. Y es que ya no es sólo que nuestro planeta nos parezca inmenso: España misma a veces nos resulta inarbacable para todas las rutas que quisiéramos trazar.

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Quizás el hecho de haber vivido siempre en Madrid y cuatro años más en Andalucía, me ha hecho los últimos años centrar mis escapadas peninsulares por el norte de nuestro país. Que conste que amo ciudades como Granada, Sevilla o Málaga, que me siguen tirando muchísimos rincones del Mediterráneo (sobre todo aquellos que a duras penas logran escaparse de las invasiones de turistas británicos), que soy la más feliz del mundo paseando por las Ramblas de Barcelona y que son cientos los viajes que a lo largo de mi vida he realizado por ambas Castillas. Pero he de reconocer que si me dan a escoger, aunque haya dejado un pedacito de mi corazón en tantos y tantos lugares, me acabaría quedando con el norte-oeste de nuestro país, desde las verdes praderas de Galicia a las montañas nevadas de Asturias, de las casas señoriales de Cantabria a los pueblecitos con ikurriñas en los balcones del País Vasco.

Tal vez influya que aunque esté enamorada de países hiper calurosos como Marruecos o muchos del sudeste asiático, cada vez llevo peor las altas temperaturas a la hora de coger la mochila. Verme rodeada de árboles, de riachuelos de aguas casi congeladas, sentir la gélida brisa del Mar Cantábrico al pasear por los acantilados, dormir incluso en verano bajo una manta… ¡me da la vida!. Más de un escandinavo pensaría que vaya aberración, ellos que echan de menos los rayos del sol la mayor parte del año. Pero a mí en realidad lo único que me molesta del invierno es la lluvia (y aún así,me reconforta si me quedo en casa). Asi que cada vez que cogemos el coche y, según entramos en Segovia, comienzo a ver tierras verdosas con vacas paciendo, comienza a dibujárseme una sonrisa en la cara.

 

Pensamos lo de volver a nuestro amado País Vasco en Mayo, temiendo precisamente que sobre esas fechas ya empezaban a llegar a Madrid los primeros calores y,sobre todo,huyendo de las festividades locales de San Isidro, que colapsan el centro de la capital. Curiosamente, sin embargo la semana previa batimos records de lluvia en nuestra ciudad, por lo que si siempre que vamos al norte echamos el paraguas en la maleta, esta vez con más motivo. Pero lo que son las cosas, Madrid medio inundándose y nosotros sin abrir dicho paraguas, pese a que siempre lo echábamos en el bolso por precaución. Ya sabéis que en el País Vasco, levantarte con un sol deslumbrante no significa que no pueda estar diluviando dos horas después. Pero como os comento, esta vez no nos cayó ni una gota durante nuestros paseos (pese a pillar de camino, a la altura de Burgos, una tormenta que nos obligó a ir a treinta por hora y con los limpiaparabrisas echando chispas) y los únicos chubascos que tuvimos, fueron mientras dormíamos, su única huella perceptible eran las aceras mojadas al despertarnos. Pese a que el parte meteorológico pronosticaba lluvias, como es habitual en estos lares, se cumplió lo que comentábamos a nuestros amigos vascos cuando llegamos: «debemos tener un pacto con el diablo pero casi siempre que viajamos,nos acompaña el buen tiempo». Y, una vez más, tuvimos razón.

 

En vez de hacernos el viaje del tirón de Madrid a la costa (que tampoco es tanto, cuatro horas y media), y aprovechando que salíamos el viernes, decidimos pasar la tarde en Vitoria-Gasteiz, ya que mi marido no la conocía y yo sólo había estado un par de veces. Teniendo en cuenta que es recogidita y que su centro histórico, cuco y acogedor como pocos, te lo recorres como mucho en un par de horas, nos servía de manera ideal como parada intermedia.

 

Como en el mismo Vitoria, más aún si quieres dormir en el centro, lo de aparcar es tarea complicada al ser casi todo el casco zona peatonal (nosotros mismos tuvimos que dejar el coche en un parking las horas que pasamos allí), optamos por buscar el alojamiento a las afueras. Y menudo acierto. Decidimos quedarnos en Argomaniz, una aldea de poco más de cien habitantes a escasos once kilómetros de la capital alavesa pero en plena naturaleza, muy cerca del embalse de Ullibarri-Gamboa, el más grande del País Vasco. Elegimos un hotel rural precioso, el Villa Argomaniz , una casona de tres plantas rodeada de hierba (teníamos como compañeras hasta a dos gallinas). Pero lo que no nos podíamos esperar es que al llegar la casera nos dijera que éramos los únicos huéspedes, que ella se iba a su casa porque la recepción cerraba a las ocho de la noche y que ahí nos daba las llaves y nos dejaba el hotel entero para nosotros solos. Y por si fuera poco, aunque en el precio no entraba el desayuno, nos dejaba la nevera llena de cosas para desayunar:fruta, zumos, bollos, fiambre, yogures… Todas las zonas comunes, incluyendo un salón con unos ventanales grandísimos y unas vistas preciosas de la llanura de Álava, estaban a nuestra entera disposición.

Se nos debía de estar quedando tal cara de flipados, que por si nos daba por sentirnos como en el hotel de «El Resplandor» en una aldea en la que no vimos ni un alma, la dueña nos dijo que no nos preocupáramos por nada,que solía pasar a menudo un coche de policía por el pueblo. Yo ni lo había pensado, estaba demasiado alucinada asimilando que era la primera vez que tenía un hotel para mí sola,pese a lo mucho que hemos viajado y las situaciones tan estrambóticas que hemos pasado en muchos alojamientos.En cuanto al hotel en sí, no sólo era bonito y acogedor sino algo también importante: práctico. Habitaciones muy amplias, rozando los 30 metros; nuestro baño era privado pero exterior y era casi tan grande como la habitación. Y ahora ya lo termino de rematar: 35 euros la noche los dos. ¡Desde luego, más no podíamos pedir!

Si algo destaca en el casco histórico de Vitoria (la verdad que a mí me gusta llamar mejor a la ciudad Gasteiz, que es como se la conocía en la antigüedad) es la Catedral de Santa María. Grandísima si la comparamos con las proporciones vitorianas, la catedral vieja, que es como la conocen los locales, conserva varias capillas y sus trabajos de restauración han recibido el premio Europa Nostra. Dichos trabajos atraen a miles de visitantes al año – su reclamo turístico es «abierta por obras»- ya que permiten ver los restos de la antigua muralla sobre los que se construyó la iglesia e incluso esqueletos que aún reposan en las tumbas. Como curiosidad, comentar que Ken Follet se inspiró en la catedral para escribir «Un mundo sin fin», la secuela de «Los pilares de la tierra», e incluso presentó entre sus muros dicha obra literaria. Gasteiz se lo agradeció levantándole una estatua en la ciudad.

 

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El casco histórico de Vitoria, construido sobre una colina donde hace siglos se asentaba la vieja Gasteiz, ha conseguido mantener practicamente intacto el trazado medieval de sus orígenes; de hecho, muchas calles aún conservan los nombres de los gremios que aquí se ubicaban, por ejemplo Herrería o Cuchillería (que los vitorianos conocen como la Kutxi) . Incluso puedes encontrarte con una antigua posada medieval, El Portalón, y el primer sábado de cada mes el Mercado de la Almendra, donde venden sus obras los artesanos. Es recomendable que deis también una vuelta por el cercano barrio del Ensanche, donde destaca la calle Eduardo Dato (la principal arteria comercial) y sus bonitos palacetes neorrománticos. En esta calle podrás encontrar, como curiosidad, la casa donde Heraclio Fournier estableció su primera fábrica de naipes, los más famosos de España.

La sensación que uno tiene cuando recorre Vitoria es que es la más castellana de las capitales vascas: a mí ciertamente me encanta esa fusión entre el norte y el centro de nuestro país. Entre esas viejas calles medievales, tan castellanas ellas, se agolpan los bares de pintxos. Y es que el pintxo es una auténtica institución en Euskadi, hasta el punto de que en Vitoria existen cerca de 20 rutas de pintxos por los establecimientos de la localidad. Al ser viernes, las calles del centro se encontraban hasta arriba de gente que salía a cenar fuera. Nosotros escogimos para pintxear el Café Dublín, buenos precios y un ambiente de lo más agradable.

La Plaza de la Vírgen Blanca, que antiguamente se conocía como la Plaza del Mercado y donde se construyó un pozo que acabó siendo el hazmerreir de los vitorianos por su escasa productividad, es el rincón con más vidilla de Vitoria. Cuando estuvimos, incluso había un pasacalles que llenaba los callejones de música. En el centro destaca el monumento a la Batalla de Vitoria, que celebra la victoria de las tropas españolas sobre las francesas, obligándolas a retirarse de nuestro país y forzando a Napoleón a devolver la corona a Fernando VII. Aquí se encuentra también la iglesia de San Miguel, desde donde se lanza el célebre chupinazo y la bajada del Celedón que da inicio cada mes de Agosto a las fiestas patronales.

 

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Otro de los puntos claves de Gasteiz: la Plaza de España. Aquí, como veis, se encuentra el Ayuntamiento. Una de sus curiosidades es que durante la Guerra Civil se estrelló en una de sus esquinas un piloto de la aviación nazi, que en aquel momento ofrecía apoyo a las tropas fascistas de Franco. Las autoridades inmediatamente intentaron tapar la cruz gamada que aún se veía en el fuselaje, queriéndolo hacer pasar por un avión republicano. Pero todos los vecinos se dieron cuenta del engaño.

 

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A la mañana siguiente cogimos el coche y en apenas una hora nos presentamos en Bilbao a recoger a un par de amigos (os recomiendo que, para ahorraros el peaje, no vayais por la autopista sino por la nacional, que además el camino, entre montañas, es mucho más bonito). Como en Bilbao ya habíamos estado muchas veces y el centro es una auténtica odisea tanto para conducir como para aparcar, ni nos bajamos del coche: recogimos a nuestros amigos y nos fuimos a Bermeo, ya que allí teníamos una de las visitas que nos quedaba muy pendiente en nuestras escapadas vascas: San Juan de Gaztelugatxe.

Gatztelugatxe, que en euskera significa «el castillo de la peña», suele ser uno de los lugares más visitados del País Vasco, especialmente en verano. Pero entre que el día andaba medio nuboso y aún era Mayo, cuando nos acercamos a verlo apenas había gente. En la cima del islote se levanta la capilla de San Juan, antiquísima (data del siglo X), famosa por en el pasado haberse convertido en uno de los enclaves católicos norteños que con más ahínco luchó contra la brujería y los akelarres que se celebraban en los alrededores. A lo largo de los años, se ha visto envuelta en múltiples conflictos bélicos e incluso asediada por el pirata más famoso de todos, sir Francis Drake, quien lanzó al ermitaño que vivía en la capilla por los acantilados. Para llegar hasta lo alto de la ermita hay que ascender 241 escalones. Sin duda alguna, una de las imágenes más bonitas de toda la costa vasca.

 

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Nuestra siguiente parada sería uno de los pueblecitos vascos que llevaba más tiempo queriendo conocer: Mundaka. Conocido a nivel mundial por ser un paraíso para los surfistas (podían verse un montón de establecimientos dedicados a este deporte e incluso a algunos atrevidos surferos con sus trajes de neopreno desafiando a las aguas congeladas), Mundaka es un pequeño pueblo pesquero de apenas 2.000 habitantes cuyos orígenes se pierden entre mitos y leyendas (unos dicen que lo fundaron los vikingos, otros tantos que un nieto del bíblico Noé y los de más allá que los escoceses).

A las afueras de Mundaka se encuentra la capilla de piedra de Santa Catalina pero donde realmente reside el encanto de la villa es en el puerto y sus callecitas aledañas, donde aún se pueden ver muchos escudos heráldicos en las fachadas de las casas.

 

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Como se nos echaba encima la hora de la comida, elegimos para comer el asador El Bodegón, al ladito del mar. En Mundaka lo tradicional es comer pescado pero los vascos son también unos carnívoros de tomo y lomo y gozan de algunas de las mejores carnes de nuestro país. En España, en general, a todo el mundo nos gusta comer bien pero en el País Vasco el culto a la buena mesa constituye casi una obligación: raro es el vasco que no forma parte de alguna sociedad gastronómica y para nuestros vecinos norteños no existe mayor placer que el ponerles delante un cuchillo y un tenedor. Mi marido y uno de nuestros amigos estaban con el antojo de unos buenos chuletones (los que veis en la fotografía, que se iban hasta el casi kilo y medio de peso), mi otro amigo y yo no nos atrevimos a tanto. Comer en Euskadi puede resultar más caro que en el resto de España, aproximadamente una media de 40 euros por comensal, pero también es cierto que los platos son muy generosos y quedábamos tan llenos que generalmente por las noches ya sólo nos cabían un par de pinchos.

 
Los chuletones, como veis, necesitaban casi una grua para levantarlos
 

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Para dormir las dos siguientes noches habíamos escogido Lekeitio por recomendación de nuestro amigo Josetxu, ya que su padre era de allí y llevaba años diciéndonos que era de los pueblos más bonitos del País Vasco. Y nosotros lo confirmamos. Pero antes de meternos con el pueblo en sí, quiero reseñar el alojamiento que escogimos, el Lekeitio Aterpetxea, porque volvimos encantados. Más que un hostal, especialmente si te alojas en habitación privada como hicimos nosotros, que tenía su propio baño y hasta su balconcito (precio 60 euros la noche),parece un cuco hotel de dos o tres estrellas, con una decoración super bonita. Lo mejor es que se ubica justo a la entrada del pueblo,por lo que cuando salías a la calle, lo primero que te encontrabas era una pradera verdísima con caballos, imaginaos qué bonita estampa. Aunque no incluye el desayuno, tomarlo allí sólo cuesta 3 euros y es totalmente casero. Y lo mejor de todo, su dueño, Josu. Qué hombre más encantador, no os lo podéis ni imaginar. Nos hizo sentir como en casa desde el primer momento, nos dió un montón de recomendaciones de sitios para comer y más de una noche se sentó con nosotros al fresquito para charlar acerca de mil y un temas, sobre todo para contarnos anécdotas de la historia de Lekeitio (nos habló de la famosa fiesta de los gansos, en la que gracias a las presiones animalistas, se han sustituído los gansos vivos por gansos de goma). Cuando nos fuimos, no sabéis qué pena nos dió despedirnos de él (fue tan majo que hasta nos llamó luego para ver cómo habíamos llegado a Madrid), aunque de corazón le prometimos volver algún día!

Vámonos ya con Lekeitio, uno de los lugares con más encanto de toda la costa vasca. Aunque es un pueblo pequeñito, con apenas 8.000 habitantes, por su relativa cercanía a Bilbao (poco más de media hora de coche), en verano está hasta los topes y llega a cuadriplicar su población. Situado en una pequeña bahía, este antiguo pueblo ballenero vive hoy en día de la pesca y las industrias conserveras pero cada vez más del turismo. Y no nos extraña porque pese a lo pequeñito que es, su casco antiguo está inmejorablemente conservado. Dentro de él destaca la Basílica de la Asunción de Nuestra Señora, que ahí donde la veis, conserva el tercer retablo más grande de España, después del de las catedrales de Sevilla y Toledo (está todo recubierto de oro, entramos a verlo y es de quedarse con la boca abierta).

 

Uno de los lugares con más encanto de Lekeitio se halla precisamente frente a sus playas. Hablamos de la isla de San Nicolás, también conocida como Garraitz. Cuando baja la marea, se puede acceder a ella andando, pero recomendamos que os informéis de los horarios de las mareas para que no os quedéis allí sin poder volver a no ser que sea a nado, que a más de uno le ha pasado (y estas aguas no invitan precisamente a los baños placenteros). Cuenta la leyenda que antiguamente aquí era donde se recluía a los leprosos para que no contagiaran la enfermedad al resto de habitantes.

 

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El puerto de Lekeitio, donde se encuentran los pescadores, los arrantzales, no tiene ya la actividad de antaño pero aún así es un lugar inolvidable, donde aún se puede ver a muchos hombres faneando y a las mujeres mercadeando con las capturas. Recordarte también que en Lekeitio son famosas las traineras, antiguas barcas alargadas destinadas a la pesca que se han convertido en vehículos deportivos: sus regatas son de las mejor reputadas de todo el norte.

 

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En el caso histórico aún permanece el antiguo barrio de pescadores, cuya calle principal es la Arranegi Kalea, con sus preciosas casitas blancas llenas de balconadas. Las callecitas de Lekeitio son uno de los mejores ejemplos de arquitectura vasca. Muy cerquita tenemos el Ayuntamiento junto al Palacio de Oxangoiti, que hoy funciona como hotel.

 

Pasear por el casco antiguo de Lekeitio es una gozada, sobre todo al caer la tarde, que es cuando vecinos y visitantes pueblan las calles en busca de cervecitas y pintxos. Nosotros, por recomendación del dueño de nuestro hostal, nos acercamos a cenar unos pintxos (¡riquísimos!) a la taberna Muga. Estaba hasta los topes porque encima ese día jugaba el Athletic y allí estaba todo el mundo bufanda en mano.

 

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El domingo resultó que se celebraba en Lekeitio el Bizkaiko Dantzari Eguna, que reunió a casi 75 grupos de danza y 3.000 dantzaris. Vinieron al pueblo más de un centenar de autocares y se congregaron más de 10.000 personas. Era toda una experiencia cruzarte por el pueblo con un montón de gente vestida con los trajes típicos del folklore euskaldún.

 

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Como en Lekeitio el domingo había tantísima gente, decidimos irnos a pasar el día a los alrededores, a la Reserva de la Biosfera de Urdaibai. Habían venido a buscarnos los amigos de Bilbao, que fueron los que nos hicieron de guías en esta jornada y a los que no queremos dejar de agradecerles su hospitalidad. A nivel naturaleza, Urdaibai es un lugar espléndido. El río Oka ha creado en su desembocadura un estuario increíble, de 23.000 hectáreas de extensión, dando forma a decenas de marismas plagadas de aves. En este curioso ecosistema se pueden encontrar rincones tan magníficos como la playa de Laida, en Ibarranguelua, con sus inconfundibles arenas doradas. Estas eran las fabulosas vistas desde una de sus orillas.

 

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La playa de Laga, cercada por el Cabo Ogoño, en mi opinión es una de las más bonitas que puede encontrarse en los miles de kilómetros de costa del litoral español. Es practicamente una playa salvaje, rodeada de montes y arboledas: disfrutarla bajo el sol no tuvo precio. Una curiosidad: desde aquí se puede divisar la isla de Izaro, aquella que popularizó Izaro Films y que tantas veces vimos en nuestra infancia en la presentación de las películas de Pajares y Esteso.

 

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A comer nos acercamos a otro de los pueblos más bonitos del País Vasco: Elantxobe. De camino en el coche, nuestros amigos nos contaban entre risas que son famosas las fiestas de la localidad, las Magdalenas, a donde viajaba gente de toda España para pillarse unas borracheras de campeonato (más de uno ha palmado al caerse desde los acantilados).

Como veis en la fotografía de abajo, Elantxobe es un pueblo bellísimo, situado en el fondo de un valle y bañado por las aguas del Mar Cantábrico. Tiene la curiosidad de contar con una planta giratoria (podéis buscar el vídeo en Youtube) para permitir dar la vuelta a los autobuses debido a la estrechez de sus calles. Para llegar hasta aquí has de recorrer unas sinuosas carreteras de montaña pero a la vista está lo mucho que merece la pena. ¡No podíamos despedirnos de mejor manera de nuestro amado País Vasco!¡Gora Euskadi!

 

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2 comentarios

  1. Hey! El día del Dantzari Eguna en Lekeitio estuve yo allí que mi hermana es dantzari 😀 Muy bueno el post y muy bueno el blog! Zorionak y un saludo!

  2. Qué casualidad! La verdad es que volvimos enamorados de Lekeitio, estamos deseando volver…¡a ver si coincidimos la próxima! Gracias por tus palabras, un abrazo grande!

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