Interesantísimo este libro de viajes, totalmente autofinanciado, de Javier Redondo Jordán, por el estado de la India, Rajastán, que más turistas recibe y que mejor evoca esa India milenaria que todos tenemos en mente cuando leemos las novelas de los antiguos maharajás y la colonización británica. Una India mítica que, sin embargo, en la práctica y como bien confirma este libro, poco tiene que ver con la realidad.

Entre mis amistades, muchas veces he tenido fama de ser algo temeraria en mis viajes,de no tener miedos a la hora de viajar sola o acompañada, de meterme en cualquier rincón empujada por la curiosidad viajera, especialmente por las zonas más rurales de Asia. Sin embargo, a esos propios amigos les sorprende cuando afirmo que pese a no echarme para atrás ningún destino, la excepción que confirma la regla es la India. Uno de los países que más me ha fascinado desde niña, cuando comencé a leer primero las novelas de Emilio Salgari, continué con las obras de Rudyard Kipling y Dominique Lapierre para seguir con cualquier novela, antigua o contemporánea, que analizara la curiosa multiculturalidad que reina en uno de los países más atípicos del mundo. Han sido varias veces a lo largo de los años las que he jugueteado con la idea de comprar un billete de avión y pegarme un mes de viaje por este país que más que un país, es un continente. Sin embargo, volvían a llegar a mis oídos las historias para no dormir sufridas por amigos que volvían de allí tras un largo viaje. Anécdotas de esas que se quieren olvidar de por vida, que dejan tan mal sabor de boca, que quitan las ganas de regresar y de las que toma buena nota el autor en «Rajastán: un cuaderno de viaje».

Igual que soy la primera que no me gusta ese tipo de viajero tiquismiquis que se queja de todo y al que te gustaría recomendarle que se vuelva a su casa si tanto está sufriendo, debo decir también que no es la opinión a priori que se me ha quedado de Javier Redondo Jordán, un tipo que parte hacia la India con la mente abierta y sin ningún tipo de prejuicios, intentando llevar la paciencia por bandera y amoldándose a unas costumbres tan alejadas de las occidentales. Pero a veces esas buenas intenciones comienzan a flaquear cuando nada más aterrizar , ya te encuentras rodeado de buscavidas que te acosan de todas las maneras posibles. Y es que en la India, para desgracia de sus visitantes, el extranjero es considerado una billetera con patas y son infinitas las estratagemas de los locales para sacar de un modo u otro las rupias a los viajeros. El desgaste psicológico no tiene fin, una lucha constante para no sentirse timado por unos y otros y,al mismo tiempo, saber separar el trigo de la paja. Pero por desgracia, los indios que no quieren sacar un beneficio económico de los «sahib» son una mínima parte en comparación con esa gran mayoría que viven de (pero no para) los viajeros que recalan allí.

Con estas premisas iniciales, pudiera dar la impresión de que la novela está impregnada de un pesimismo innecesario pero en mi opinión, Javier únicamente se limita a expresar, con la mayor resignación posible, la cantidad de inconvenientes con los que uno se topa al intentar viajar por la India por tu cuenta y riesgo. Como los transportes públicos entre unas ciudades y otras son casi tan deplorables como las carreteras, el autor se ve semiobligado a contratar los servicios de un conductor que durante 15 días le llevará a recorrer Rajastán (conductor que por las noches se agarraba unas cogorzas de campeonato). El problema llega cuando Javier se ve obligado a asumir que es tarea ardua, casi imposible, andar por la calle sin que te aborden los guías turísticos (por supuesto,no oficiales) empeñados en llevarte a la tienda «de su cuñado» y al hotel «de su suegro» con la intención de sacar una comisión por las compras. Todo ello unido al desengaño que constituye comprobar que de esa espiritualidad que presume la India y que ha utilizado como principal reclamo turístico, apenas queda nada:la mayoría de los santeros y eunucos con los que tropieza utilizan la excusa religiosa para, como sus paisanos, sacarse un dinerito a costa del viajero. Hay que matizar también que no sólo el ciudadano de a pie sino lo que es más grave, el propio gobierno, fomenta estas prácticas, cobrando a los extranjeros hasta diez veces más por visitar determinados templos y alentando el maltrato animal en lugares como Amber, donde los turistas, locos por sentirse «exóticos por un día», hacen cola para montarse en elefantes que pasan su larga vida esclavizados (desde este blog ya sabéis que estamos en contra de este tipo de prácticas y de los que las apoyan,empezando por los turistas que las demandan).

Un país donde aparte de este acoso contínuo se une el tema higiénico (no existe el servicio de recogida de basuras y las ratas aparecen en cualquier lado) pero donde a cambio se puede comer o cenar por menos de un euro y experimentar la sensación de saborear de pueblecitos perdidos donde el modo de vida apenas ha cambiado en el último milenio, sobre todo en lo que al sistema de castas se refiere, que sigue marginando a los intocables de un modo brutal (pese a que se han conseguido ciertos avances, los matrimonios entre miembros de diferentes castas continúan sin reconocerse legalmente). Un recorrido por rincones como Jaipur, Jodhpur, Jaisalmer, Pushkar (donde se encuentra el único templo del mundo dedicado a Brahma) o Ranthambore (donde le venden unos avistamientos de tigres que jamás se producen), ciudades que pese a ser consideradas reductos de la vida de los maharajás, ven como sus antiguos palacios acabaron convertidos en hoteles de lujo que conviven con la miseria y pobreza de las aldeas cercanas y que muestran ese lado oscuro de la India que, por qué no, también debe plasmarse en las páginas de una novela porque existir, existe, y el viajero ha de ser consciente de ello antes de coger un avión rumbo a Nueva Delhi.

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